viernes, 12 de octubre de 2007

Casandra: biografía no autorizada

INFANCIA
Nací en uno de los palacios más imponentes de mi tiempo, en el seno de una familia muy numerosa que, con la óptica de la infancia, me parecía feliz. Después, con el tiempo, fui descubriendo que había algunos problemas, aunque nada demasiado grave: celos, envidias, preferencias y otras minucias propias de cualquier familia.
Papá era el rey de la próspera Troya. Había tenido otro matrimonio, es decir que mamá era en realidad su segunda esposa. Era un marido afectuoso, a pesar de algunos deslices con sus concubinas realizados sin escándalo, que mamá aceptaba sin demasiada dificultad. Ella tenía su lado oscuro, con eso de los sueños y las premoniciones, pero se podía considerar una mujer satisfecha, sobre todo por la magnánima fertilidad de su vientre, que me había cobijado a mí y a mis dieciocho hermanos. A pesar de los esfuerzos de ambos por mantenerse ecuánimes, eran evidentes algunas preferencias, que se hacían más patentes entre mis dos hermanos mayores. Quizás las diferencias entre ambos eran tales que era inevitable tomar partido por uno u otro. Héctor sumaba al dato objetivo de ser el mayor, el hecho inobjetable y algo molesto de ser perfecto. Era un verdadero ejemplo para todos y en todo sentido. Incluso la elección de su esposa había sido acertada, ya que Andrómaca era también el complemento ideal de su persona. Juntos conformaban una pareja sin fisuras, bendecida por la fortuna. Para todos era difícil ser hermano de Héctor, pero más lo era para Paris o Alejandro, como siempre lo llamamos en casa. Este era el revés perfecto de Héctor. No es que le faltaran dotes naturales, cosa que su bellísimo aspecto confirmaba, solo que estas eran siempre insuficientes comparadas con las del primogénito. Su debilidad por las mujeres era crónica. Las perseguía con un afán verdaderamente inextinguible para quedar invariablemente insatisfecho. Una infatigable búsqueda de la mujer perfecta, que finalmente llegó a su fin, para desgracia de todos. Quién sabe a cuantas habrá seducido, con esa historia del certamen de belleza y de la manzana dorada. Todas sus amantes se sentían, al escucharlo, que eran Afrodita y caían rendidas a sus pies. Su carácter díscolo lo hizo escapar pronto de casa, o papá lo echó, harto de sus modos, ya no lo recuerdo. Hubo que inventar todo ese cuento de los sueños de mi madre para evitar el escándalo. Finalmente, se pactó su regreso con tanto de juegos y festines, e incluso se me hizo hacer a mí la parte de la profetiza, que descubre al hermano a punto de ser sacrificado. Es verdad que yo ya por entonces había mostrado mis dotes incipientes de vidente, pero de esa mentira siempre me quedó un sabor amargo. De todos modos, así se había planeado y hubo que prestarse a la comedia. Ese día terminó mi infancia.


JUVENTUD
Me es difícil recordar con precisión en qué momento se despertó en mí el don de la profecía. El relato de las serpientes que siendo niña purificaron mis sentidos junto con los de mi hermano gemelo, Heleno, tiene sin duda un carácter simbólico. Al menos yo nunca la tomé en serio. Lo cierto es que desde muy pequeña empecé a advertir en mí cierta predisposición a percibir el futuro. Igualmente le ocurrió a mi mellizo, aunque él enseguida se volcó hacia la vertiente, menos comprometida, de la adivinación. El profeta siempre fue, para mí, superior al adivino, por la distinta exigencia que requieren ambos oficios. El adivino tiene a su favor la distancia propia del científico, que escruta la naturaleza y emite el resultado de sus observaciones, utilizando además un lenguaje cerrado que lo deja siempre un poco a cubierto. La profesión profética, en cambio, exige un esfuerzo superior, visto que se nutre del contacto con el dios. Desde esa unión exigente y constante es desde donde habla el profeta. Desde allí profiere una palabra que quiere convencer, a la cual no le es indiferente, como al oráculo, la recepción que tenga en su auditorio. El oráculo solo se preocupa de que su palabra se cumpla. La profecía impone además la adhesión del pueblo, pues si no le sobrevendrá, ineludible, el fracaso. Sucede que, a veces, las más altas vocaciones no son acompañadas por un espíritu a la altura del llamado. Y este quizás haya sido mi caso y la razón de mi desdicha. Seguramente el rechazo a la perfecta unión con el dios, que sería la fuente segura de mi profecía, fue el inicio de mi tragedia y de la de mi pueblo. Ese último umbral de la desconfianza que no pude superar y que obligó al dios a sellar su sentencia en mi contra, como si lanzara un amargo escupitajo directo en mi boca. Quedé así condenada a no ser creída jamás, aunque sin perder el don de la visión. Sin el sustento del dios, mis palabras salían muertas, inhábiles para encender en mi pueblo la menor inquietud. Y todo lo predije, puntualmente, con maniática prolijidad. No callé lo que veía, y quedé expuesta al escarnio de un pueblo sordo a mis palabras, que se rehusaba a ver su inminente desgracia. ¿Acaso no le susurré a mi padre que Paris traería la perdición de su pueblo de la mano de Helena? Pero qué podían mis funestas predicciones ante tanta belleza. Bastó solo que asomara entre sus finos labios la perfecta dentadura, para que todos quedaran embelesados. ¿Cómo el mal podía provenir de algo tan hermoso? Muchos años más tarde grité con desesperación que la muerte latía en el vientre del maléfico artefacto. Todo fue inútil, mi descrédito aumentaba con mi angustia. Puede que alguno alentara también sus sospechas, pero en realidad nadie tenía ya el espíritu para oponerse a aquel ultraje. Solo el viejo Lacoonte me escuchó, pero la muerte lo acechaba silenciosa como una serpiente. Aturdidos por diez años de lucha estéril, derrotados por el hastío, los troyanos se entregaron mansamente al saqueo. Aquella noche terminó mi juventud.


MUERTE
Como un inmenso carro fúnebre v desde la altura de mi templo ingresar el inmenso caballo, chirriando las ruedas. Un sonido que ya era presagio de la muerte. A pesar de la distancia, podía escuchar el susurro con que los griegos se daban aliento desde el interior del inerte animal. También vi a la pérfida Helena que hacía señales a los griegos desde lo alto de las murallas. Con resignación esperé envuelta en un sudor frío el fatídico desenlace de los hechos. El pavor de conocer de antemano los eventos me acompañaba con el leve temblor de mis miembros. Estaba exhausta, pues, hasta último momento, intenté torcer la voluntad de los míos. Aunque sabía que era inútil, pensaba que el esfuerzo me sería compensado al menos con la tranquilidad de mi conciencia por haber cumplido hasta el final con el mandato del profeta: decir lo que ve. La noticia de la muerte del anciano Lacoonte y de sus hijos cruelmente asesinados, hizo para mí insostenible hasta el deber. Me retiré entonces hasta el templo y esperé debajo de la estatua de la diosa, en donde tantas otras veces había llorado la esterilidad de mis profecías. Creo haberme quedado dormida por un momento y, cuando abrí los ojos, ya tenía sobre mí el aliento de Ayax. Instintivamente intente huir hacia el altar de la diosa, para ofrendar allí mi virginidad. No sé en realidad que fue lo que provocó la caída de la estatua. Puede haber sido la torpeza del griego encendido en su deseo o la directa intervención de la diosa, que quiso impedir el ultraje de su profetiza. El accidente, de todas maneras, tomado por sacrilegio, me salvó de ser sometida por Ayax, que de no ser por que yo misma le indiqué el escondrijo, hubiera sido sacrificado por los suyos, sin miramientos. Pasadas las primeras horas de furia, se comenzó con la repartija de los prisioneros. El último combate se había llevado a mi padre, sacrificado en el ara doméstica por el hijo de Aquiles. Vi con nitidez dibujado el destino de todas la mujeres troyanas. El de mi madre, cuyos aullidos de dolor crearían para la posteridad la leyenda de que se había convertido en perra. La de mis hermanas, repartidas entre los distintos jefes griegos, para vivir para siempre la vida indigna de la concubina. Supe también de mi gemelo, que había huido luego de la muerte de Paris, cuando mi padre le negó a Helena por esposa. Dicen que por despecho puso sus oráculos al servicio del enemigo, pero me resisto a creerlo. Yo me puedo considerar afortunada al haber entrado en el lote de Agamenón, general supremo de la escuadra aquea. Afortunada también por que me ama con pasión y con ternura. Una ternura que a veces me recuerda a papá. Ya se encuentran listos los aprestos para emprender el retorno. He visto con claridad la muerte que nos espera a ambos, el mismo día en que toquemos las playas de Grecia. Así lo he manifestado, con la resignación propia de saber que, una vez más, no iba a ser escuchada. Con la tranquilidad de saber que esta vez sería la última. Aquella tarde terminará mi vida.

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