miércoles, 14 de noviembre de 2007

Clitemnestra: biografía no autorizada

HELENA
Soy la maldad, y este estigma empujó mi leyenda a través de los siglos. No pretendo disculparme, porque el arrepentimiento es ajeno a mi naturaleza. Solo intento desbrozar las causas de lo que soy, o mejor, de lo que devine. ¿Se puede suponer que el mal, y su encarnación, son un hecho único y fulminante?



Yo digo que es más bien un lento sucederse de acontecimientos, un goteo amargo que termina por arrastrarnos a la nada, que es la sustancia de la maldad. Quizás, hubiera de admitir una cierta debilidad del carácter, como la fisura en la piedra, que al principio, imperceptible, termina por quebrarla. Pero a los dioses habrá que presentar la queja por nuestras fallas de origen. La maldad es una playa a la que se llega después de un arduo trajinar de desgracias desparejas. Empezó, este lento resbalar a la negrura, en los claros días de mi infancia. Allí donde mi padre era rey de los dorios y, junto a Leda, mi madre, crecimos los cuatro hermanos, en una simetría de apretados simbolismos. Cuatro gemelos de idéntica madre, pero de padre sustancialmente distinto. Un mismo instante al nacer, pero una distancia sideral nos separaba, justo en el origen. Solo en lo igual se percibe la diferencia, esa que hace brotar el dolor de lo imperfecto. Esa tenue disparidad marcó mi vida, que se fue untando con el resentimiento. Fui bella, si es que este es un nombre posible a quien tiene por hermana a la Belleza. No es que Helena echara sombra sobre mí, si no que su luz cegaba mi presencia. Rápidamente comprendí que intentar el esfuerzo por estar a su altura era un intento innecesario por lo inútil, y así lo comprendieron todos. Mis padres, los primeros. Fue arreglado entonces mi matrimonio con Tántalo, rey de de la vecina Pisa. Todo fue hecho con rapidez, y de un modo tan escuálido que la comparación con los juegos organizados para casar a mi hermana resulta de una evidencia desoladora. En seguida sobrevino la guerra inevitable. El naciente poder de Micenas hacía necesario su dominio sobre todo el Peloponeso. La pequeña Pisa fue aplastada, y con ella mi esposo y mi pequeño hijo. Fui forzada, para consolidar el dominio minoico, a devenir esposa del victorioso y radiante Agamenón. Lloré la muerte de mi primer hijo, pero no la de Tántalo, una completa nulidad. Por otro lado, abandonar la insignificancia de aquella pequeña ciudad, con su escuálida corte, sus palacios achaparrados y sus calles polvorientas, fue un alivio. Siempre pensé que merecía más que ese destino minúsculo, por mi estirpe y también por mi carácter. Aquella mañana, en la que junto a mi flamante esposo entramos sobre un carro dorado en Micenas, supe que ese era el lugar que me correspondía. Finalmente, los dioses habían escuchado lo que contenía la sangre de los sacrificios que ofrendé pacientemente. Cabía olvidar el pasado y empezar a construir de nuevo mi historia, ahora desde mejor posición. Cuando aquel absurdo concurso ideado por mi padre para encontrar al esposo de Helena favoreció a Menelao, sentí un regocijo, como una risa ahogada que permaneció en mi pecho por días. Una seca simetría parecía guiar aún nuestras vidas. De todos modos, Agamenón era superior a su hermano en todo y, además, era el rey. Y yo su esposa.


IFIGENIA
Aquellos días de Micenas fueron los de mi gloria. Mi esposo aportaba, como contrapeso a su natural rudeza, los beneficios de un poder siempre creciente. Yo disfrutaba de mi posición, era una madre fértil y una esposa silenciosa. Tenía la virtud de escrutar a los hombres, y mi consejo compuesto de frases cortas y ácidas ponía al descubierto una inteligencia que era apreciada. Los niños se sucedieron: mi desgracia, Ifigenia, la primera; la combativa Electra; la dócil Crisótemis, y, por último, el divino Orestes. Reinaba en paz, pero una vez más Helena tuvo que poner fin a mis días tranquilos. Justo cuando comenzaba a brillar con una tenue luz propia, sobrevino un hecho inédito, una traición inaudita. Y ella volvió a ocupar el centro de la escena. Yo, que había crecido observándola, jamás pensé que iba a llegar tan lejos en su egocéntrica osadía. El rapto fue un rayo en una mañana celeste y límpida que nada decía de los oscuros nubarrones que nublarían nuestras vidas. Comprendí que la ofensa era tal, que hacía la guerra inevitable con aquel pueblo que había abusado de nuestra hospitalidad. Lo que siguió fue un sucederse de ajetreados aprestos, de consejos multitudinarios que finalmente terminaron por proclamar a mi esposo como jefe de la armada aquea, preferido a Menelao, el directamente ofendido. Partieron al fin todos, dejando una polvareda espesa y vacías las ciudades. Solo quedaron en ellas mujeres, niños, ancianos y cobardes. Me preparé para una larga espera que ni en el peor de los augurios imaginamos tan larga. La armada aumentaba en poder con el correr de los meses, pero permanecía impotente, clavada como una estaca a las playas griegas por un viento que no quería soplar en su favor. Inesperadamente, recibí el llamado de mi esposo para concurrir a su lado en el campamento, acompañada de mis hijos. El motivo era el matrimonio de Ifigenia, que iba a ser prometida al más rutilante de los capitanes griegos: Aquiles. Partí sin demora, repleta de una dicha intensa, como asalta a toda madre que avizora un futuro glorioso para su descendencia. Busqué durante el trayecto calmar las ansiedades de mi pequeña, y las mías. La fama de irascible que acompañaba a su prometido había llegado a sus oídos. Con cuánto dolor amargo recuerdo ahora aquella conversación, de la que ignoraba su carácter final. Con excusas, que en aquel momento nada me hicieron sospechar, me fue sustraída Ifigenia, que pasó al cuidado de oscuros sacerdotes y ministros que serían de la muerte. Ignara pasé aquellos días distraída entre preocupaciones fútiles, decisiones frívolas y cansancios estériles. Pero el grito contrajo mis entrañas, y fue todo un sudor helado mi despertar. En un instante se hizo patente a mis ojos la trama del más cruel de los engaños. Temblando aún de un suspiro vital encontré su cuello blanquísimo, que inundaba de sangre el improvisado altar de Artemisa. Que era el necesario sacrificio para lavar la afrenta de los troyanos se me dijo. ¿Acaso era yo la ofendida?, los hijos de Menelao y de mi adúltera hermana ¿no eran quizás mejor prenda a los dioses? Ese absurdo sacrificio fue la remota causa que justifica mis acciones, aun las más atroces.


ELECTRA
Ya nunca nada fue igual desde aquella mañana. Fue un sacrificio incomprensible, y fue también la humillación. La armada partió entre gritos de guerra que escondían con la euforia el temor evidente. Y los que quedaron regresamos a nuestras ciudades que languidecían ausentes de vida. Pero no fue enseguida donde tracé los oscuros planos de venganza que fueron mi ruina y mi fama. El tiempo fue haciendo lento su trabajo disoluto. Las noticias comenzaron a llegar como voces tenues desde aquellas playas que imaginábamos más remotas aun de lo que eran. No sé cuándo fue que empezó a despertarse en mí de nuevo algo parecido a la vida, aunque teñida ahora de un regusto amargo que no me abandonó jamás. Percibí primero mi carne, aún joven y empecé a ocuparme de mi apariencia, con un cuidado descuido al inicio y después con algo que se acercaba siempre más al lujo. Sabía que eso provocaba entre mis súbditos palabras que susurraban con desprecio. Concentrada en recuperar mi persona, ni siquiera percibí la presencia de Egisto. Era demasiado joven, y algo estúpido, pero el odio que nutría por el ausente Agamenón, fue suficiente y decidió todo. Nuestra unión fue la de dos desesperados, y el odio, el combustible que la sostuvo. Al igual que Ifigenia, me fue arrebatado Orestes, por oscuras razones de Estado, que encubrían el plan de una venganza por hechos aún no cometidos. Me quedaba solo el desprecio de Electra y la sumisión inocua de la pequeña Crisotemis. Cuando de Troya llegaban los reveses y las fatales consecuencias de la ira de Aquiles, pensamos que el retorno era imposible. Me preparé para una vida árida, pero segura al menos. Pero una vez más fui sacudida por un abrupto virar del destino. Los griegos triunfaban por el ingenio del de Ítaca y preparaban su regreso en barcos que rezumaban de trofeos. Pude haber soportado los hechos y, en definitiva, resignarme como tantas otras veces, pero ya no soportaría más humillaciones. La sombra de Helena había oscurecido mi vida, pero otra cosa era ser ensombrecida por Casandra, la hechizada y joven prenda que mi esposo traía de Asia. Todo se decidió y se ejecutó en un instante de sangre, con la frialdad que conocen los habituados al desprecio. Agamenón, saliendo torpemente del baño que yo amorosamente le había preparado a su regreso, enredado entre las redes que le tejí con maléfica paciencia, fue una presa fácil. Lo ridículo facilita a veces lo atroz. Después, el turno de acabar con su amante, la joven de las profecías increíbles, y su prole fue mi disfrute. Y un río de sangre fue el blanco mármol de Micenas. Me quedó después solo esperar la llegada de una justicia que ni siquiera me esmeré por retardar. La culpa tomó la forma de un insomnio persistente y de sueños breves, ahogados en imágenes de sangre. Sentí tristeza cuando el falso mensajero me anunció el final de Orestes, y una súbita alegría cuando supe que era él mismo quien su propia muerte anunciaba. Ni siquiera la manifiesta alegría de Electra y su rencor sordo fue para mí un motivo de dolor. Fue ese el fin de sus plegarias, pero no el de sus penas. Las Erinas no le dieron descanso. Un silencio de hielo precedió mi larga muerte, que el hierro de Orestes concretó en un instante, sin apenas mirarme. Acaso no hubiera podido soportar mis ojos, tan parecidos a los suyos.

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