jueves, 1 de noviembre de 2007

Penélope: biografía no autorizada

LA PARTIDA
Por siempre seré recordada como la perfecta encarnación de una virtud que abreva sus raíces en la fuente cristalina de la fe: la fidelidad. Un creer contra toda razón, que apagaba la ansiedad de una espera imposible. Cualidad diferente de las que siempre asistieron a mi pueblo, que se ufanó ante el mundo por su mesura, asentada en un discurrir de leyes lógicas.


Mi actitud paciente y confiada despertó el escándalo de muchos, en esos años extensos, pero aseguró para siempre la admiración de la posteridad. Nací en el exilio y, quizás, este sea un dato central a la hora de repasar mi vida. Los míos fueron expulsados al destierro, por razones políticas, que no eran más que cuestiones de familia. No había lugar en Esparta para la ambición de tres hermanos, con idénticas pretensiones reales. Uno solo se quedó con el poder, Hipocoonte, los restantes dos partieron a vivir en tierra extranjera, Tindáreo e Icario. Este último: mi padre. Una infancia vivida bajo el signo de la espera, esa condición que solo en los espíritus virtuosos deviene en esperanza, fue el presagio de mis días futuros. Se vivía pendientes de la llegada de noticias, de algún suceso que pusiera fin al destierro. Se escrutaban con ansia los mensajes encerrados en las entrañas de las bestias del sacrificio y en el azaroso vuelo de los pájaros. Mientras tanto, mis días pasaban en compañía de mis hermanos y de mi prima Helena, a quién yo idolatraba por su edad algo mayor y por el desparpajo de sus maneras que denotaban un carácter que a mi faltaba. Cuando finalmente la cruenta muerte del tirano abrió la vía del retorno, mi padre dejó andar primero a su hermano, allanando su camino al trono y evitando así repetir los sucesos del pasado. Más tarde, también nosotros nos encaminamos hacia la ciudad, cuya imagen había elaborado tan finamente mi imaginación, alentada por los relatos familiares que recordaban con voz trémula sus murallas y sus templos. El reencuentro con Helena, me produjo una emoción profunda. La belleza se había apoderado de ella de una forma tan violenta, que la hacía irreconocible a mis ojos. Los años que nos separaba, se había transformado en un abismo incolmable. En aquellos días se hacían los aprestos para su boda y comenzaban a llegar a Esparta los primeros pretendientes a su mano, la más codiciada de toda el Hélade. El sabio consejo de Ulises permitió que la disputa por el preciadísimo tesoro no terminara en una lucha sangrienta, aunque en realidad aplazó lo que de todas maneras sucedería más tarde, visto que, al parecer, era destino. De aquella astucia, me vi beneficiada inesperadamente, y a pesar de mis años breves, fui entregada en gratitud a aquel hombre, que reinaba en la minúscula Ítaca. Acepté la decisión de mis mayores, con una alegría serena, halagada de ser tenida en cuenta para cumplir con una responsabilidad que aún suponía distante. Mi padre, ciertamente dolido de verme partir tan pronto, intentó retener a mi esposo luego de celebrado el matrimonio. Ulises, apremiado ante la hospitalidad ofrecida, pero deseoso ya de partir, tuvo el gesto inusitado de ponerme abiertamente ante la disyuntiva entre mis deberes de esposa y los apegos de hija. Yo, que ya había conocido la pasión, venciendo con esfuerzo el rubor que encendía mis mejillas, partí.

LA ESPERA
Breve fue mi felicidad de aquellos primeros años en Ítaca. La acogida de aquel pequeño reino fue de una modestia que dejaba traslucir un afecto sincero. Mi edad cortísima despertaba ternura y mi belleza mediana, confianza. Empezando por mis suegros que me recibieron con afecto paternal, pero respetuoso al mismo tiempo. Laertes hacía ya algunos años que había dejado los negocios del reino en manos de su hijo, a quién rara vez prestaba consejo. Estaba más bien dedicado a una vida agreste, buscando las huellas que los dioses suelen dejar en la naturaleza. Ulises se apoyaba mucho en Mentor, quien había sido su educador, para afrontar la responsabilidad de conducir un reino que por pequeño no estaba ausente de complicaciones. Poco a poco fui tomando el control de mis días, reconociendo el nuevo espacio en donde se desenvolvería mi existencia que imaginaba serena. El aburrimiento que suele producir la tranquilidad no era para mí una fuente de inquietud. Siempre tuve un temperamento dócil a la rutina. Tanta felicidad fue colmada con el mayor regalo que una esposa pueda esperar de los dioses. Telémaco nació exactamente después que la luna cambiará nueve veces su rostro, lo que me dio la certeza de que fue concebido en Esparta. Con este evento, cuya plenitud colma la vida de cualquier mujer, pareció que mi vida quedaba tempranamente completada. Sin embargo, el juramento que fuera la fuente de mi dicha fue al mismo tiempo la sentencia que me empujó a la desgracia. De nada valió esta vez la proverbial astucia de mi Ulises, que todo lo intentó, hasta fingirse loco. No pudo resistir a la prueba a la que fue sometido cuando Telémaco fue colocado delante de su arado, para probar la veracidad de su demencia. Y no era el temor a las durezas de la guerra lo que impulsaba su conducta, sino el riesgo de perder la suavidad de una vida apacible, apenas conquistada. Inútiles mis ruegos, y también inútil su consuelo, que buscaba minimizar los peligros de una empresa que aparecía fatal ante mis ojos. Desecha en lágrimas, lo ví partir de mañana, mientras apretaba al pequeño que también lloraba, como si comprendiera la solemne gravedad de aquel momento. Maldije la otrora admiración sentida por la inquietud de Elena, y olvidé, sin justicia, que fue ella la que trajo tempranamente a mi lecho al varón cuya partida era para mí como una muerte. Encerrada en mis labores se comenzó a tejer mi espera, que discurría inmóvil. El dolor desaparecía lento, pero su espacio no era ocupado por nada, solo un sordo vacío quedaba en su lugar. Anticlea no pudo soportar la partida de su hijo y prefirió morir antes que el lento suceder de las jornadas que denunciarían su ausencia. Quedó sobre mis hombros todo el peso de la organización del palacio, mientras que a la anciana sabiduría de Mentor quedó librada la suerte de la ínfima Itaca, junto con la educación del pequeño Telémaco. La multiplicidad de tareas que ocupaban mis jornadas era una salud, pero en cada anochecer la pena crecía hasta ocupar el centro de mi pecho, lugar que no abandonaba hasta que el sol me despertara. Cuando creíamos que el tiempo pasado era mucho, supimos que aún la armada no había partido de las playas de Grecia, amarrada por los vientos contrarios y por los más oscuros presagios que solo cedieron ante el sacrificio de Ifigenia. Desgastados ya mucho antes de empezar la contienda, saltaron los griegos en sus cóncavas naves que los llevarían a muchos a su último puerto. Partieron.

EL REGRESO
En cuántos minúsculos fragmentos se puede partir el tiempo transcurrido a lo largo de veinte años. Nunca pude percibir el tiempo acumulado, solo una suma de instantes sucesivos eran la materia de aquella espera. Poquísimas eran las noticias que llegaban de Troya y las versiones más alentadoras eran prontamente desmentidas con los relatos más funestos. Que la escuadra entera había perecido bajo la furia de Poseidón, que las murallas habían caído al sonar de los cuernos, que Elena había traicionado a unos o a otros decidiendo la rápida victoria para uno de los contendientes. Se contaban las proezas de nuestros héroes y también se exaltaba el valor de los rivales. Se describían las playas áridas donde se desplegaba el campamento griego y la belleza de las murallas asediadas que encerraban los tesoros de una ciudad dorada, de palacios inmensos como las moradas de los dioses. Fantasías de poetas, murmurar vago de cantores que en nada apagaban mis penas. Ninguna noticia concreta, ningún saber certero sobre la suerte de mi Ulises. Solo habitaba en mí la conciencia íntima de su vida, simplemente porque imaginaba que la mía se apagaría simultáneamente a la suya, tan desprovistos de sentido quedarían mis días sin el combustible de la espera. Superada la mitad del tiempo que efectivamente debía transcurrir, comenzaron a llegar a Ítaca los rumores de los primeros regresos y el para mi magro consuelo de una victoria conseguida a caro precio. Tuve que conceder a Telémaco el permiso de ir a visitar las cortes de los primeros repatriados en busca del rastro de su padre, de quien no conocía más que la imagen que de él habíamos delineado con esmero. Fue recibido con cariño por mi prima Helena, que habitaba en su palacio junto a Menelao. Parecía haber olvidado que había sido su imprudencia la causa de todas nuestras desgracias. Supe de la muerte de tantos valientes, muchos de los cuales había conocido y admirado. Supe también que Ulises no estaba entre los que habían descendido hasta el Hades desde las orillas de Troya, y que había emprendido con sus fieles el regreso. Sin embargo, las dificultades del mismo y las peripecias que contaban los sobrevivientes de aquella travesía plagada de peligros me inquietaban. La seguridad de su partida, consolidó en los habitantes de Ítaca la certeza de su muerte. Fue allí cuando comencé a soportar las insolencias de los que pretendían mi mano y que encubrían su ambición detrás de los intereses del reino. Con las astucias más finas, consumí el tiempo que quedaba hasta la feliz jornada de un regreso en el que ya nadie creía. Vi con satisfacción rodar las cabezas arrogantes de los que querían adueñarse de los bienes de mi esposo, entre los que me contaba. Gocé las delicias de la noche del reencuentro, prolongada por la bondad de Afrodita. Mi esposo valoró con gratitud mi fidelidad y yo respeté sus silencios, que ocultaban las mil peripecias de un regreso repleto de vicisitudes y cuyos detalles vine a conocer por recónditas vías. Cada tanto descubrí en su semblante el ardor de una mirada que recordaba aquellas aventuras y quizás la necesidad de emprender algunas nuevas, como quien ya fue inoculado para siempre con la fiebre del viajero. A mí nada me queda más que esperar, ahora, la hora de mi muerte, segura de haber legado a la posteridad el ejemplo de una virtud que honra mi raza y mi sexo. Y entonces sí, definitivamente, partir.

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