miércoles, 24 de octubre de 2007

Martin y Lucía

A Lucía



Visto que te has lanzado a navegar en el ancho y espeso mar de Heidegger, con la encomiable seriedad con que solés hacer las cosas, me permito hacer un humilde aporte a esta lectura. Me apoyo, aunque mas no sea, en mi pertenencia a la supuesta hermandad de los “raretes” (línea “no reprimidos”), cuya conducción declino. Vaya el anunciado comentario hecho desde el más puro y radical amateurismo filosófico, ya que, al contrario de vos, siempre arremetí mis lecturas sin la menor preparación. Un método que, como cualquier otro, no asegura resultados, y que tiene las ventajas que propicia la frescura, aunque conlleva los peligros de un clamoroso naufragio. Siempre, de todos modos, temí más los posibles beneficios de una lectura erudita que sus seguras limitaciones. Vos podrás elucidar con mayor éxito, desde la psicología, las razones de esta elección, que tiene sus raíces más en el carácter de cada uno que en lo estrictamente metodológico. Hechas estas aclaraciones que pretenden quitar todo atisbo de autoridad, vaya el mismo, hecho sobre todo con cariño y con intención de sumar.

Ser y Tiempo empieza con un gran anuncio, el de revelar, nada menos, aquello que “tuvo en vilo el cavilar de Platón y Aristóteles”. Sin embargo, prontamente, y después de la genial elucubración sobre el “preguntar”, ese sensacional presagio queda reducido a la llamada, en el retorcido lenguaje de nuestro autor, “analítica existenciaria del ser-ahí”. Algo que suena parecido a lo que Ortega en su diáfano castellano llamaba “el hombre y sus circunstancias”.

La fabulosa respuesta a la pregunta por el Ser, quedará postergada para otra ocasión que nunca llegó, al menos en la forma prometida. Hay quienes sostienen que dicha respuesta se deba buscar en la posterior obra del autor, el llamado “segundo” (o “tercer”) Heidegger, pero yo no lo he hecho aún, por falta de tiempo y, me temo, también de capacidad. El hecho es que Ser y Tiempo no pasa de ser entonces una respuesta formulada desde el existencialismo. El hombre que responde a su ser desde su propio existir.

Todo existencialismo, por profundo que sea su análisis (y este sin duda lo es), me temo que no se resuelve más que en una vía muerta. En definitiva, un camino que al final deja un sabor amargo, como el de una mala cerveza, que parece calmar nuestra sed, pero que después deja su huella rancia en le paladar del desprevenido bebedor. Me parece interesante entonces emprender esta aventura del pensar, pero también me parece oportuno hacerlo sabiendo de antemano hacia dónde conduce. El misterio del hombre no puede ser respondido desde el hombre, al menos de un modo completo. Y esto queda claro cuando uno da vuelta la última página de este monumental esfuerzo (el de escribirlo y el de leerlo) que implica Ser y Tiempo. Que otras respuestas a este enigma carezcan de una certeza comparable con esta no lo niego, pero esto no significa que sean menos verdaderas. Creo que el existir humano se componga más de fe que de certezas, y de esto pongo el amor como testigo. Un territorio donde el existir es más pleno, pero donde, por cierto, no abundan las certezas.

Si por sus frutos lo conoceréis, te acerco una reflexión nacida del Evangelio de hoy, nada menos que “el buen samaritano”, alumbrado esta mañana somnolienta después de la velada de ayer, por el inmenso Fernando. Se me ocurre que ese hombre arrojado a la vera del camino que baja de Jerusalem a Jericó, ese “ser-yecto”como diría nuestro autor, constituya una alegoría de la pregunta por el ser del hombre. Su estado ruinoso mueve a la piedad y como dice el mismo Heidegger, “preguntar es la piedad del pensamiento”.

La primera respuesta a esta pregunta, formulada desde las cicatrices de una soberbia golpiza, la dan esos dos viajeros que pasan indiferentes a su costado, el levita y el sacerdote. Modelos de un existir suficiente, arropados en sus vestiduras, con su ser “empuñando”, con su “cuidado” bien desarrollado, con una personalidad fuertemente estructurada, corren seguros al encuentro de su destino. Ese es el hombre que emerge de Ser y Tiempo. Sin duda, no se trata de maldad, pero su indolencia desilusiona. El existenciario del “ser-con” tiene la frialdad de un témpano.

Solo el samaritano, imagen de Jesús, puede traspasar los límites, que el hombre en su pretensión de ser la respuesta a sí mismo se impone. Él se arriesga, deja de lado su “cura” para hacerse cargo del otro. Él sabe como nadie que en Otro, está el fundamento de su ser y también el del nuestro. Él es en definitiva el modelo de perfecta humanidad al que ningún análisis de la existencia puede llegar.

En definitiva, pienso y concluyo, que para responder a la pregunta por el hombre valen más las incertidumbres de la fe que todas las seguridades ontológicas del esforzado Martin. Si no perdés de vista esto, que anida, aunque a veces nublado, en lo más profundo de tu corazón, podrás sacar alguna conclusión útil de la maraña de guiones, comillas y palabras interminables que componen la geografía de Ser y Tiempo. Si lo abordás sin este sano “prejuicio” que te propongo, seguramente entenderás más que yo de Heidegger, pero menos de vos misma, que al fin y al cabo es lo que a mí me interesa y lo que impulsa estas líneas. De todos modos, queda abierto el diálogo, del que espero nutrirme asiduamente en el futuro.

Un beso, Opi.

(Buenos Aires, mayo de 2003)

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