lunes, 19 de mayo de 2008

Cuatro abuelos: 1/Mamina

Fue ella la primera en partir cuando yo tenía once años. Lo inmediato que alimenta mi recuerdo es precisamente ese hecho, ocurrido un caluroso 9 de diciembre. Ese día conocí la muerte, que hasta entonces no pasaba de ser una simple teoría para mí. Una realidad cierta, pero improbable. Su contundencia me dejó pasmado, como un invitado que, además de ser desagradable, es inesperado. No sabía que las personas grandes lloraban, y sus rostros desfigurados por el llanto me impresionaron como máscaras griegas.

Quizás fue que no alcancé a crecer lo suficiente como para establecer una relación donde madurara el afecto. Ella pertenecía a una generación que no tenía una especial atención hacia los niños. En eso se estaba más cerca del siglo XIX que de este, donde vivimos dominados por acérrimas tiranías infantiles. Las edades dividían a las personas en categorías prácticamente insalvables. Yo era el menor de sus nietos y creo que nunca logré configurarme como una persona a sus sentidos. Eso no le impedía ser cariñosa, sin embargo el contacto era tan fugaz que dejaba una estela agradable, pero imperceptible.

Su fama se componía de una combinación perfecta de belleza y bondad. Jamás escuché a nadie que profiriera una mínima sombra sobre ninguna de ambas cualidades. Se comenta que había preservado su edad en un lodazal de información contradictoria, de manera que nadie podía contar sus años sin incertidumbres. En cuanto a su bondad, era de aquellas que se reconocen más bien por la ausencia de su contrario. Tenía que ver con una amabilidad que siempre dirige el discurso para que el ocasional interlocutor se sienta mejor de lo que en realidad es.


La visitábamos con frecuencia esporádica en su departamento que miraba la cúpula azul de la iglesia del Salvador. Era un quinto piso de techos altísimos, madera oscura y un olor a sopa que presagiaba caldos tan sabrosos como verdaderos, que se servían en un comedor generoso, tintineante de cristales. Se ubicaba siempre en un ángulo del escritorio, que coincidía con la esquina de la manzana, dominado por un seguro contraluz que la envolvía. Vestía vestidos sencillos de flores ínfimas y telas livianas cercanas a la seda.

Recordar a otros desde la infancia es como mirar desde una abertura demasiado estrecha. Las imágenes se desdibujan y no se distingue bien lo vivido de lo relatado por otros testigos. Mi mundo de cuatro abuelos perdió su equilibrio perfecto, y esa plenitud ya fue irrecuperable. De alguna manera recuerdo más el vacío simbólico que significó su muerte que la persona cuya ausencia lo provocó.

Su vida fue de aquellas que no generan anécdotas, si no más bien una idea redonda que rehúye la dispersión que generan las particularidades funcionales a la memoria. Una idea cercana a la que Platón reservó para el reverso de su caverna. Quizás este sea el legado recibido, el hecho de saber que es posible su existencia más allá del mito.

1 comentario:

Estrella dijo...

Me impresiona mucho pensar cómo nos recordarán los que nos recuerden.
Muy bueno.