domingo, 12 de octubre de 2008

Lugares del alma: 3/ Judea

Judá fue el hijo de Jacob, nacido de su primera esposa Lía, a la que no amaba. Cuarto fruto de un matrimonio que tuvo como origen un engaño pagado con siete años de trabajo a la espera de su verdadero amor, Rebeca. Participó con sus hermanos de la traición a José, y recibió de él su perdón a la sombra de los palacios de Egipto, que serían luego la prisión de su pueblo. La Biblia lo recuerda sólo para contar una historia extraña, en la cual una nueva trampa lo convirtió en amante de su nuera, la astuta Tamar. Todo en su vida resultó atravesado por el fraude, como si proviniera de un equívoco fatal. Sin embargo, fue el elegido para retener entre los suyos la promesa, e hizo que su nombre fuera para siempre el de su pueblo. Las decisiones de Dios siempre sorprenden.

Su descendencia formó una de las doce tribus de Israel que atravesaron el Mar Rojo. Después de aquel largo peregrinar, ocuparon quizás la menos agraciada de las regiones que ofrecía la Tierra Prometida. No había leche ni miel entre sus dones. Sólo un sucederse de montañas pedregosas que zigzagueaban hasta hundiese en un mar espeso, que ahogaba en la sal cualquier intento de vida. Pareciera que el desierto es el único escenario posible para albergar a Dios, quizás por que sólo él puede intentar la quimera de contener lo inabarcable. Lo que no tiene límites visibles puede soñar medirse con lo eterno.

Un paisaje carente de atractivo y un pueblo pequeño pero fiel. De allí surgieron profetas de voces de fuego y también gloria militar. De una de sus ciudades más pequeñas surgiría quien hubiera de lograr reunir al pueblo disperso. Un sueño tan efímero como audaz. Era un rey pecador, pero también poeta de perfectas alabanzas. Lo sucedió su hijo, que pidió la Sabiduría como don solitario. Allí, aunque reticente en un principio, permitió Dios que los hombres le construyeran una morada. Finalmente Él mismo hubo de nacer en esa tierra que llevaría desde entonces el nombre de Santa.


Una ciudad se alza muñida de un prestigio incontrastable. Es más que una ciudad, es el reflejo pálido de una prometida realidad celestial. En ella se consuman los misterios de la fe y se cultivan con esmero los implacables vericuetos de la Ley. En su templo se concurre al encuentro con lo sagrado, mientras los sacerdotes oscurecen la mañana con el humo de sus sangrientos sacrificios. A la sombra de sus pórticos los doctores se esfuerzan por desentrañar un mensaje compuesto de enigmas y profecías, encerrados en sutiles filacterias. El lenguaje de Dios tiene una claridad que a menudo se hace impenetrable a la razón.

Muchas veces he temblado antes de subir a la montaña de Sión. La Ley es un precipicio que esconde una frialdad que asusta y que puede inducir al más cruel de los errores. La trampa de creerme justificado por los nimios méritos del cumplimiento y olvidarme de que la Gracia es siempre la que salva. Cómo olvidar que aquella fue la región de su condena, y cómo desde ese mismo lugar tantas veces apuré también yo el juicio. Subir a Jerusalén es también para mí la hora de la verdad, cuando deberé enfrentar mis propias dudas. Y no temo confesar mis miedos. La cruz es un paisaje que me espanta, aunque sé que su encuentro resulta ineludible. El Gólgota puede aparecer al doblar en una esquina. De todos modos confío que como el Buen Ladrón, recibiré yo también la más consoladora de todas las promesas. La que se cumplirá apenas esa misma tarde se termine.

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