martes, 31 de marzo de 2009

Resolana



Presentación



La autora



Se agota...

sábado, 28 de marzo de 2009

3/Cartas de Patricio: El obispo

En Tagaste, provincia de la Numidia,
a siete días de las calendas de abril,
año MCXXIV a.u.c.



Amado hijo Agustín, te saluda tu padre.

Ha llegado a mis oídos el comentario que un tal obispo de Cesarea habría impuesto la pena de excomunión al emperador Valente. A estos peligros me refería en la última carta que te envié. Considero un despropósito poner en suspenso la autoridad del Emperador. A pesar del inmenso prestigio que goza el obispo Basilio, famoso como varón justo y temeroso de Dios. Las cuestiones doctrinarias acerca de la religión no deberían llegar a estos extremos.

Como es sabido, el Emperador es seguidor de una de las sectas llamadas “arrianos”, que tiene gran predicamento en Oriente y en algunas lejanas tierras del norte. Los argumentos sostenidos por ambos contendientes son de una sutileza que escapa a mi posibilidad de entendimiento, pero no creo que en ningún caso justifique una sanción que produzca una merma en la autoridad imperial.

Observé, cuando asistía a los oficios religiosos, que la única división que existe entre los fieles cristianos es la impuesta por su relativa proximidad a los misterios. Una categoría enteramente novedosa, que no toma en cuenta ni rango, ni sangre, sino un vago criterio moral. Esa extraña construcción, tan ajena a nuestras viejas costumbres, llamada pecado. La severa mirada del obispo sobrevuela la asamblea desde lo alto del púlpito como las antiguas estatuas que rígidas presidían los antiguos templo vacíos.


Los que no son considerados dignos, por sus faltas o por no haber recibido aún el bautismo, se ubican en el fondo de la iglesia en una penumbra preñada de sentido. Se mantienen unidos, agolpados con vestimentas humildes y mal rasurados, para hacer notar su condición de penitentes ante una comunidad que los ignora.

He visto entre ellos a personas muy nobles, que se someten para mi sorpresa a esta humillación. Más aún, al llegar la parte central de la ceremonia que comienza con la presentación de ofrendas y donaciones al obispo, estos lúgubres habitantes laterales del templo se retiran al atrio. Basta sólo pensar el desconcierto que pudiera provocar ver a un emperador en esta situación. Por más que pienso que nunca se llegará a tales extremos, no cabe duda de que sólo la posibilidad resulta inquietante

Son las nuevas formas de un mundo que para mí se hace siempre más incomprensible, y que seguramente tú verás desfilar ante tus ojos. Preocupaciones de un anciano que, habiendo abrazado la nueva fe, duda todavía sobre las consecuencias de su aplicación. Por eso insisto siempre en que la profundidad de tus estudios será lo que te posibilite desbrozar el enigma que encierra un futuro que aparece desarraigado de lo viejo, pero donde lo nuevo no termina de nacer todavía. Cómo esta primavera que parece retardar su llegada, frente al invierno al que le pesa batirse en retirada. Una vez más Perséfone se resiste a abandonar la morada de Hades.

Que sigas bien.

miércoles, 25 de marzo de 2009

sábado, 21 de marzo de 2009

2/Cartas de Patricio: La iglesia

En Tagaste, provincia de la Numidia,
en antevísperas de los idus de febrero,
año MCXXIV a.u.c.



Amado hijo Agustín, te saluda tu padre.

Pocas novedades han sucedido desde mi última carta. Mi salud se encuentra en una mejoría, que si bien no abriga demasiadas esperanzas de curación, me permite algunas libertades. Lejos ha quedado para mí la vida pública, las mañanas en las termas y las tardes de tertulia en la taberna, nuestro pequeño foro. Pocos son los que ahora me visitan y los que vienen lo hacen cargados de quejas por la marcha de la nueva administración, que pretenden yo tomaré por halagos.

Los días se han alargado y los paso la mayor parte en la pequeña exedra, dedicado a la lectura, entre un desorden de rollos extendidos que pretenden fingir una actividad ausente. También dedico algo a cuidar el pequeño jardín del peristilo y a veces me atrevo hasta la huerta del fondo, con la velada intención de amigarme con los cipreses.


Los otros días, de todos modos, hice una salida, gracias a que me he sentido mejor. Fui al templo cristiano que recibía la visita del obispo primado de la Numidia. Me pareció una buena ocasión para conocer el ámbito donde se da culto al Dios de mi fe recientemente adquirida. Nunca antes había entrado, por razones de decoro y también para no llevar la confusión a los vecinos. Siempre fui de la idea que un funcionario público debía ser cuidadoso.

Confieso que me disgustaba también el espectáculo lamentable de esa reunión de hombres indignos que agolpan sus miserias en el atrio. No llego del todo a comprender la atracción que provoca en la iglesia esa corte indigna de tullidos y pordioseros que gimen en sus pórticos. Una especie de masa informe que quita toda dignidad a los misterios que allí se celebran. Recuerdo la admonición de Séneca a su discípulo: “¿Qué piensas que debes tratar de evitar sobre todas las cosas? La turba”.

Lo cierto es que la experiencia me llenó de una extrañeza que días después todavía no me abandona. En el interior llamó mi atención la amplia concurrencia de mujeres que, separadas de los hombres en uno de los lados de la nave, participan activamente de la ceremonia. Una participación que no se limita al culto, sino que abarca siempre más espacio dentro de la vida de la iglesia. Me comentan incluso que algunas viudas ricas son verdadero sostenes de muchos obispos.

El resto de los fieles concurre sin establecerse entre ellos, al menos a primera vista, mayores diferencias. Todo está confundido y sólo un agudo observador puede distinguir un patricio del más bajo plebeyo, o un funcionario público de un vendedor del mercado. Lo cual me produjo, al menos a mí, una cierta inquietud. No puedo imaginar el mundo que podrá surgir de un tal desorden.

Otras reflexiones motivaron mi visita, pero lo dejo para otra oportunidad. Ya vacila el aceite de la lámpara y el cálamo perdió su punta. Espero con ansia el relato de tus progresos y de tus días allí. Confío en que los enfrentes con un juicio inspirado.

Que sigas bien.

sábado, 14 de marzo de 2009

1/Cartas de Patricio: El bautismo

En Tagaste, provincia de la Numidia,
a tres días de las calendas de febrero,
año MCXXIV a.u.c.



Amado hijo Agustín, te saluda tu padre.

Finalmente, en el ocaso de mis días, he cedido. Ayer mismo han venido a casa los sacerdotes de nuestro vecino templo cristiano. Me han practicado un rito del bautismo menos solemne del habitual, visto las limitaciones que impone mi salud. De todos modos, han bañado profusamente mi cabeza y se encendieron muchas velas. Aún hoy permanece en las paredes del vestíbulo el olor de la cera quemada y también algunas manchas decoran las losas del piso, como rastros de espesas lágrimas.

Los ritos cristianos son algo parcos, pero tienen ese tipo de belleza particular que asegura la austeridad. Tu madre ha llorado durante toda la ceremonia, pero su llanto, esta vez, fue impulsado por una calma alegría. Observaba desde el peristilo con sus ojos dulcísimos, levemente reclinada sobre una columna donde apoyaba su emoción. Su tenacidad ha ganado la partida, y yo me alegro de haber cedido a sus ruegos.


Durante los días previos, ha venido a casa un sacerdote para cerciorarse de mi voluntad. A él fue quien expuse los reparos que tuve durante años y que hicieron que no me decidiera a dar antes este paso. Razones que han obedecido más a mi posición en la cuidad que a una animosidad sustancial hacia esta religión. Siempre pensé que un funcionario debía quedar arraigado en las antiguas usanzas. Sin importar cuánto se creyera en los viejos ritos, estos de algún modo conectan con la dignidad que proviene de lo ancestral. El cristianismo, más allá de las verdades que proclama, es todavía propio de gente de baja extracción y aun de esclavos.

Cuando estos obstáculos cayeron, visto que mi salud me obligó al retiro de la vida pública, fue que comencé a pensar en recibir el bautismo. Movido también por la certeza de que finalmente daría a mi esposa una postrera compensación por mis yerros. Por otro lado, soy de la idea que la religión, cualquiera esta fuera, en definitiva ayuda a la virtud. El sacerdote escuchó todas mis argumentaciones, con un silencio ejemplar, y concluyó que, más que encontrar un impedimento, veía en ellas la mano paciente de Dios. Se supone que Él vendrá en auxilio de mis perplejidades y entibiará mi natural frialdad.

Lo cierto es que me he sentido ganado por una extraña paz desde esta mañana. Tu madre insiste en que es la presencia del Espíritu de Dios, y yo asiento sin querer contradecirla. También noto que me invade una serenidad propicia para recorrer mis días pasados, ahora que estos parecen acercarse, con el andar ligero de Mercurio, hacia su término.

Si algún día tus ocupaciones te permiten bajar hasta aquí desde Madaura, verás en qué se ha convertido esta casa, ahora de cristianos. Pero no hay en esto apuro, entiendo que la dedicación a los estudios debe ser tu obligación primera, y es también mi deseo que así sea.

Que sigas bien.

sábado, 7 de marzo de 2009

Post Ortega

Recuerdo exactamente el día en que empecé a lidiar con la filosofía, una soleada mañana de invierno muy cerca del cielo. Lo que no recuerdo es por qué se jugaba aquel domingo de mañana. Fue en la tercera bandeja de la Bombonera, popular visitante, con el sol al revés que extrañamente cegaba a los fervientes habitantes de la doce. El rival, San Lorenzo; el resultado, derrota 3 a 2, con un golazo del Pipo Gorosito.

Allí le pregunté a mi hermano, mientras esperábamos el dilatado inicio del juego, la diferencia esencial entre Platón y Aristóteles. Su respuesta no me convenció entonces, ya que consistía en sostener que eran más o menos lo mismo. Sólo muchos años después comprendí que era mucho más profunda de lo que en ese momento sospeché. El Ser o la Nada era para él la verdadera oposición. Yo en ese momento estudiaba a Palladio y me servía una diferencia específica que explicara el furor platónico del Renacimiento, pero como buen abogado mi interlocutor se escapó por la tangente. De todos modos, su línea me llevaría, más tarde, más lejos de lo esperado. Una verdadera línea de fuga.

Así, sin saberlo, aquel albor xeneize había sido inoculado con el virus del descontento perpetuo que producen las respuestas. En el pórtico de inicio me esperaba, sin solemnidad, Ortega, y arranqué tomado firme de su mano. Primero fue la “Rebelión de las masas” en una edición chilena barata, luego los mínimos ejemplares amarillos de “El arquero”, que el mismo hermano me pasaba y yo prolijamente devoraba, famélico hasta la indigestión.


Un día en casa de alguien vi los doce rojos tomos de editorial Alianza, y juré que trabajaría incesantemente hasta que fueran míos. Convertibilidad mediante, lo logré luego de varios años y de generosos aportes. Hoy lucen como si el imprevisto vuelo de la capa de un torero cruzara mi biblioteca. A ellos recurro con insistencia, seguro de encontrar el mismo inconfundible placer de aquellos primeros pasos. Leer a Ortega es en primer lugar una experiencia estética, que consiste en contemplar la esquiva belleza que encierra el pensamiento.

Su prosa es de una consistencia fluida e ingresa en la mente como una bebida refrescante que baña los lóbulos del cerebro. Escritas en el mejor castellano, sus páginas son siempre brillantes, coloridas de ejemplos que como pinceladas de Goya moldean las ideas hasta que estas se presentan con claridad evidente. Ortega es un sublime prestidigitador de la lengua, para quien las palabras son galeras de donde se extraen conejos azorados de significado. Todo en él tiene el entusiasmo que contagia la serena algarabía que despierta la aventura de conocer.

Ortega es un pensador omnívoro, todo es materia apta para ser penetrada por la luz de sus ideas, para él no hay temas menores. Quizás esta, su vastedad temática, sea lo que haga pensar que sus ideas no tienen profundidad, pero este es un error. Su filosofía de la existencia es honda, y está regada además de un sano realismo muy español, que la distingue de sus brumosas parientas nórdicas. Sin embargo, tiene el terrible pecado de ser transparente. No existen en él esas oscuridades que asustan, ni reclama para ser comprendida iniciación alguna. El problema con Ortega es que en él, se entiende todo. Un pecado imperdonable para los eruditos, pero una gracia infinita para los legos.