domingo, 5 de junio de 2011

Flauta mágica

La costumbre tiende a considerar toda maquinaria como perfecta. Parte de la fascinación de la mecánica radica en suponer a las máquinas como prodigios de una exactitud aceitada. Una suposición que también se extiende hacia las más sutiles máquinas de sentido. Sin embargo ocurre que cierta imperfección en este singular tipo de artefactos, paradójicamente, no deteriora su potencia, sino que aumenta su capacidad de producir significado. Muchas veces lo perfecto clausura y lo incompleto abre.

Así sucede con La flauta mágica, cuya incorrección podríamos definir como endémica. Es una máquina ensamblada de apuro, con pedazos de proveniencia heterogénea y con objetivo, si bien no contrapuestos, al menos disímiles. El primero de estos objetivos, el inmediato, fue la búsqueda ansiosa del éxito comercial, sus autores estaban ambos en apuros económicos. El segundo, de más largo alcance, es un mensaje esotérico, de diluidos tintes masónicos, no desprovisto de denuncia al orden establecido. El resultado es una improbable construcción intermedia entre el cuento de niños y la fábula moral. Solo un combustible genial podría hacer andar esa máquina y este le fue provisto por la música de Mozart. Una partitura capaz de mantener a flote aun el navío menos apto.


La obra se compone de distintos números musicales, con una estructura más propia del actual teatro de revistas que de la ópera. La música brota incesante y siempre en medio de extensos parlamentos, que intentan dar cohesión al errático sucederse de los improbables acontecimientos. Estos están pensados no en función de una trama, sino en consonancia con el más fiel espíritu barroco, con la intención de causar la maravilla a través de los juegos de escena. Los “efectos especiales” eran en aquel entonces, como ahora, golpes seguros en la taquilla. Y Schikaneder, el autor de la trama, si bien no era un poeta, era un hábil empresario teatral que conocía a su público y sabía impresionarlo con emociones fuertes.


Como es común en la pintura barroca, la acción se desarrolla en dos planos bien definidos, uno superior y solar donde reina Sarastro y su corte de obsecuentes sacerdotes, que recuerdan a los miembros de algunas formaciones políticas. A este mundo se opone la oscura figura lunar de la Reina de la Noche, acompañada de sus Damas, versión barroca de los Ángeles de Charlie. Entre la luz y la oscuridad aparece el negro Monostatos, un personaje terrenal y desgreñado, sometido a un maltrato que merecería una sanción del INADI.


En medio de este escenario cosmológico, con reminiscencias de un Egipto atemporal, transitan los pasajeros de un viaje iniciático, que de la oscuridad deberán llegar a la ansiada luz de la razón masónica. Estos son un desabrido príncipe, Tamino; su amada Pamina, que para enredar las cosas es hija de la malvada Reina de la noche, y el simpático escudero de ambos, Papageno. No es de sorprender que, como hiciera con Fígaro en Nozze, y con Leporello en Don Giovanni, Mozart convirtiera a este último en el personaje principal de la historia. Una vez más la nobleza resulta desabrida y algo grotesca, ante los vívidos perfiles que asisten a los personajes populares. Mozart nunca es políticamente inocente.


Los jóvenes amantes superarán todas las pruebas y el final llegará con una arrolladora energía mozartiana. El camino no parece llevar a todos a la misma Roma. Los nobles Tamino y Pamina son iniciados en los nuevos ritos, mientras que a Papageno se le otorga, como premio terrenal, una simpática Papagena. Un final que ubica a los autores más cerca del despotismo ilustrado que de la naciente Revolución Francesa. Es imposible imaginar a Mozart como jacobino.

Cuando abandono el Colón, después de asistir el viernes pasado a una nueva representación de La flauta mágica, me sorprendo nuevamente con su vigencia intacta. Su propia incorrección dramática y por supuesto la genialidad de la partitura son los pilares en donde asienta su irresistible influjo sobre quien la escucha, hoy como ayer. Será que al enfrentarnos a ella debemos abandonar la lógica adulta para ingresar en un reino en el que, como en el de los Cielos, solo los niños parecen tener derecho a entrar.

Lo cierto es que, mientras camino de regreso, siento que he perdido en el trayecto algunos años. La flauta y las campanillas, las sutiles armas que Mozart provee a sus héroes, han obrado nuevamente el milagro. Ellas parecen ser, otra vez, más eficaces que cualquier espada. Notung incluida.

2 comentarios:

Rob K dijo...

Una obra maravillosa, aun con o pese a las inconsistencias que Ud. muy bien apunta. Mientras la fuerza abrumadora de Notung nos vence, la Flauta sutilmente nos con-vence.

Saludos.

La herida de Paris dijo...

Tu frase resume impecablemente lo que necesité tantas palabras decir.
Además lograr que un wagneriano deponga su espada al son de la flauta, no deja de ser mágico.

Saludos.