domingo, 4 de septiembre de 2011

Perros pintados 1

Giotto


San Joaquín fue licenciado de sus funciones sacerdotales en el Templo. Era un miembro reconocido dentro de la comunidad y contaba con el prestigio que siempre acompaña a los propietarios de tierra, aunque esta no fuera más que un pequeño poder a las afueras de Jerusalén. Sin embargo, la falta de descendencia era tomada como una ausencia del beneplácito divino. Los hijos, el bien más preciado, le eran negados y esto constituía una señal indiscutible. Era difícil para el sacerdocio sostener su autoridad sin la evidente manifestación del poder divino en su favor. Aquello era más que un problema personal.

Así, después de esperar un tiempo prudencial, y cuando ya los hechos parecían a todas luces irreversibles, fue invitado a dejar su lugar entre sacerdotes y escribas. Con una suave presión en su antebrazo es invitado a retirarse y a tomar su lugar entre los fieles. Un gesto compasivo que en realidad encubría algo de vergüenza. Seguro que aquellos hermanos en el ministerio se sintieron incómodos y que una sensación de injusticia sobrevolaba el aula, pero en definitiva no había nada que podían hacer. ¿Acaso eran ellos capaces de juzgar los designios divinos cuando estos se manifestaban en forma tan inequívoca?

Después de una mañana como aquella, era difícil volver a la casa, vecina a la piscina Probática. Enfrentar a Ana se le hacía imposible, y no porque dudara de su bondad, más bien quería librarla del agrio sabor de la culpa. Abandonó el Templo mientras pensaba en todo aquello y, casi sin darse cuenta, se encontró en el camino del campo, entre olivos de tronco dolorido y bajo un cielo de azul impiadoso. Una secreta necesidad lo impulsó al retiro. Tomarse un respiro y sopesar delante del Señor lo ocurrido. Él sabía que en la prueba es donde el espíritu se templa.

Al llegar ya entrado el día encuentra que la noticia había viajado con pies más veloces que los suyos. Los servidores al verlo aparecer esquivaban su mirada y murmuraban con disimulo. Ni siquiera tuvieron el cuidado de cubrirse la cabeza en su presencia. Sin embargo, entre la indiferencia de esos hombres y la de las distraídas ovejas, se adelanta un pequeño perro anónimo a darle la bienvenida. Como a Odiseo a su llegada a Utica, el animal lo reconoce más allá de su pesar y lo saluda alzando sus patas delanteras con aire festivo.

Es un perro deliberadamente común, sin raza, de piernas flacas y de un color incierto que no llega a ser blanco. Su figura aparece plana, como si voluntariamente hubiera renunciado al volumen. En definitiva, su anonimato denuncia la importancia de su acto que restituye a Joaquín su dignidad de hombre. Un perro para seguir siendo un hombre.

Y llegamos al momento en el cual, promediando un largo cautiverio –durante unas breves semanas y antes que los centinelas no lo echen–, un perro vagabundo entró en nuestra vida. Vino un día a sumarse a la multitud, en circunstancias en las que, bajo custodia, volvía del trabajo. El animal sobrevivía en algún rincón salvaje, en los alrededores del campo. Pero nosotros lo llamábamos con un nombre exótico, Bobby, como conviene hacerlo con un perro querido. Aparecía en los reagrupamientos matinales y nos esperaba al regreso, brincando y ladrando con alegría. Para él –era indiscutible– fuimos hombres”.

(“La ley del Talión”,
Difícil libertad,
Emmanuel Levinas)

2 comentarios:

La condesa sangrienta dijo...

'...la evidente manifestación del poder divino en su favor' se hizo evidente cuando nació María.Lo que pone en evidencia que los tiempos del hombre no son los tiempos de Dios, y ahí están los perros para recordarnos nuestra condición.
Beso grande, Opi

La herida de Paris dijo...

Es así condesa, el perro de Giotto nos muestra el lugar de cada uno, de otros perros, de los hombres y de Dios.

Saludos.