martes, 24 de julio de 2012

SAN AGUSTÍN AQUÍ Y AHORA I

01 – LA LENGUA
Sandro Botticelli, San Agustín.


Cuando tenía unos quince años fui a veranear a casa de mi hermano mayor a Miramar. La primera noche que salí perdí las llaves así que al día siguiente tuve que quedarme esperando la llegada del cerrajero.
Aburrido y sin nada que hacer, mientras todos estaban en la playa, agarré descuidadamente un libor y me puse a leer. El libro comenzaba con esta frase: “Ayer murió mi madre”, era El extranjero de Camus y ese día, y sobre todo ese inicio contundente, descorrió el velo de la literatura.

Desde aquella vez cultivo una especie de obsesión por los inicios. En primer lugar habría que decir que, dentro de las artes, hay lagunas que registran el inicio y otras que no. Estas últimas son las artes que dependen de la geometría, es decir del espacio, como la arquitectura, la escultura o la pintura, mientras las que refieren al tiempo, las matemáticas, conservan el momento inicial: cine, música y –claro está– literatura. Así como el terminar es un momento ético –se salva uno por el final, como el Buen Ladrón–, el comenzar tiene un espesor estético. La creatividad de poner algo donde antes no había nada.

Hay muchas maneras de empezar en literatura, comenzando por los inicios clásicos que relatan el acto propio de la literatura: “Canta oh musa la funesta cólera de Aquiles” o el más cercano “Aquí me pongo a cantar”. Hay otros inicios también memorables que hacen referencia a una situación temporal: “Nel mezzo del cammin di nostra vita” y otros a situaciones espaciales “En un lugar de La Mancha”. Pero quizás uno de los más notables es el de Guerra y Paz, una novela que supera las mil páginas, donde la acción empieza en mitad  de una conversación casual.

En definitiva, veamos cómo empieza las Confesiones: “Grande eres, Señor, y laudable sobremanera ; grande tu poder, y tu sabiduría no tiene número(1) (I, 1).

Un inicio ciertamente inquietante, sobre todo si lo relacionamos con el título. El término confesión es algo que a nosotros nos refiere a algo privado, a algo íntimo pronunciado a media voz. Es un término impregnado de religiosidad, pero no es este el sentido que tiene en San Agustín. Por eso era de esperar un inicio en primera persona y, sin embargo, Agustín elige no hablar él directamente, sino hacerlo a través de un salmo, en realidad de dos. Hace hablar a otro a través suyo. ¿Por qué?

El sentido de la confesión en Agustín está más próximo al de una confesión de tipo judicial. El que confiesa un crimen, el que grita una verdad que lleva dentro escondida. Es una confesión pública. ¿Y cuál es el contenido de esta confesión? ¿Qué es lo que las Confesiones confiesan? No es otro que: “Grande es el Señor y muy digno de alabanza”. Todo el desarrollo de las Confesiones se ordenan hacia ese final, el de poder decir que “Grande es el Señor y muy digno de alabanza”, porque la alabanza es el fin de la vida cristiana, nuestro destino es la alabanza. Y bien, este destino es alcanzable solo por una razón: esta es que “Grande es el Señor y muy digno de alabanza”. Es decir, el final es posible porque está al principio. Esta manifiesta circularidad expresa un orden, es decir toda la existencia se ordena dentro de esta circularidad divina: Dios, alfa y omega.

El problema del hombre moderno no es otro que este, haberse salido de este círculo. El hombre moderno no es peor que el de otro momento de la historia, se podría decir que es mejor en muchos aspectos. Sin embargo, el hombre moderno es un desubicado, ha perdido su orientación, su referencia, y esto es lo que Agustín quiere restablecer desde el inicio de su obra. Es el Señor el que es grande, es a Él a quién se dirigen las alabanzas y el hombre se redimensiona en este contexto como creatura. Es por eso que San Agustín no empieza hablando, porque no es de él de quien se trata, sino de Dios, que es “grande y muy digno de alabanza”.

Dicho esto vamos un poco más abajo dentro del mismo párrafo al encuentro de quizás una de las frases más famosas de Agustín: “Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti(2) (I, 1).

Esta frase define en primer término un recorrido circular, emparentado con lo que dijimos antes. La existencia es hecha “para ti” y culmina “en ti”. Pero dentro de este recorrido, Agustín agregar un sustantivo que define, que empapa esa existencia: la inquietud. De dónde proviene la inquietud es algo de lo que todos hacemos experiencia constantemente. No hay duda de que entre los tres objetos clásicos de la metafísica –Dios, Hombre y Mundo– algo anda mal. Desde que existe el dolor, el tiempo, y consecuentemente la muerte, resulta evidente que la existencia no es un lugar del todo apacible. Algo nos inquieta, pero no nos angustia.
Heidegger seguramente tenía presente este famoso pasaje de Agustín cuando realizó su también famoso análisis  de la angustia. Aquello ante qué se angustia la angustia no es “nada” de lo “a la mano” dentro del mundo, por eso con gran perspicacia dice Heidegger que cuando la angustia pasó se suele decir “no era nada”. Esa indeterminación de la angustia, ese no poder referirlo a ninguna realidad concreta es lo propio de la angustia y lo que la diferencia del miedo. Uno teme a algo y se angustia por nada. Sin embargo, San Agustín prefiere la inquietud a la angustia para determinar lo que la existencia es y esto es así porque el creyente nunca enfrenta a la nada, sino que siempre está delante de Dios que, como bien sabemos a esta altura, es “grande y muy digno de alabanza”. Dios es lo contrario de la nada, por lo tanto hay lugar para la inquietud, ya que su manifestación no es completa en nuestra realidad, pero no hay espacio para la angustia como esencia de la vida cristiana.


Es esta inquietud la que se transforma en el motor del pensamiento agustiniano, que determina su particular estructura, es decir la búsqueda. Un poco más adelante dirá: “Que yo, Señor, te busque invocándote y te invoque creyendo en ti, pues me has sido predicado(3) (I, 1).

Resulta singular que la petición de Agustín se refiera a la búsqueda y no al encuentro. Ya dijimos algo de esto la otra vez: la búsqueda como actitud define el modo en que se desarrolla el pensamiento de Agustín. Es una búsqueda que aunque sabe que nunca alcanzará su objeto, y precisamente por eso, pide ayuda a Dios para no desfallecer. Búsqueda que no es un medio, sino un fin en sí misma, un existencial. La vida del cristiano es búsqueda incesante de Dios y se hace posible en la invocación, es decir no depende tanto de nosotros sino que más bien es permitida por Dios, que se manifiesta ante la invocación.
Reconocimiento de la divinidad, inquietud existencial y búsqueda como actitud primordial son los tres pilares sobre los cuales se va a asentar el relato de la conversión de Agustín. Es importante tenerlos siempre presentes durante la lectura para no perdernos. Los capítulos que siguen (2, 3 y 4) continuarán desarrollando estas ideas, precisando, con su particular estilo, los términos a partir de los cuales se entablará la relación de Dios con Agustín y con nosotros. Quién es quién y qué lugar ocupará cada uno. Terminemos ahora este portal de las Confesiones saltando al capítulo 5 para terminar con una oración que Agustín pone antes de empezar el relato propiamente dicho: “Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea ensanchada por ti. Ruinosa está: repárala(4) (V, 6). Una petición enérgica: es Dios el que ensancha nuestra casa a golpes de picota y demuele las tabiquerías de nuestra cabeza.

Infancia y memoria

A partir del capítulo 6 empieza la parte biográfica de las Confesiones y empieza, como corresponde, por el principio: “Y ¿qué es lo que quiero decirte, Señor, sino que no sé de dónde he venido aquí, a esta, digo, vida mortal o muerte vital? No lo sé. Mas recibiéronme los consuelos de tus misericordias, según tengo oído a mis padres carnales, del cual y en la cual me formaste en el tiempo, pues yo de mí nada recuerdo (5) (VI, 7).

Lo primero que se destaca es el hecho de que Agustín se acerque a la infancia, un tema totalmente ignorado en la Antigüedad. Y no solo en la Antigüedad, porque se podría decir que la infancia es en algún sentido un invento del siglo xx. Antes, los niños no interesaban como problema. Hay pocos registros de los niños en la Antigüedad, salvo el famoso episodio del hijo de Héctor y Andrómaca que se asusta con el casco de su padre. Resulta sorprendente en ese marco, como lo es siempre, la preocupación y predilección de Jesús por los niños. Tampoco en la Edad Media, ni siquiera en el siglo xviii, basta recordar el caso de Talleyrand. La tiranía de los niños, bajo la cual hoy en día vivimos, es un fenómeno relativamente nuevo.

San Agustín se acerca a su infancia desprovisto de un instrumento para él fundamental: la memoria. Ya hablaremos más extensamente de este tema, pero basta por el momento decir que la importancia que le otorga Agustín a la facultad de la memoria es central en su pensamiento. Por lo tanto, su ausencia constituye un problema que lo sume en la perplejidad: “Yo de mí nada recuerdo”. Otro aspecto que sobresale en este acercamiento es el hecho de haber sido como arrojado a la existencia Resuena aquí el ser-yecto de Heidegger, pero a diferencia de este que luce desesperado, Agustín es recogido por la misericordia divina y por el amor paterno. Un amor al que se suma el de las nodrizas y sirvientas a través de las cuales seguramente aprende el nombre de Cristo. Entre estos esclavos y sirvientes –como ya lo dijimos–había florecido el Evangelio.

Agustín se supone entonces un niño como tantos: “Porque entonces lo único que sabía era mamar, aquietarme con los halagos, llorar las molestias de mi carne y nada más. Después empecé también a reír, primero durmiendo, luego despierto. Esto han dicho de mí, y lo creo, porque así lo vemos también en otros niños; pues yo, de estas cosas mías, no tengo el menor recuerdo(6) (VI, 7-8).
Siempre me resultó conmovedora esta referencia a la risa, como un primer signo de humanidad. Aquí Agustín repetirá su falta de memoria y la obligación a recurrir a dos fuentes: el testimonio de otros y la observación de otros niños de los que aprende como ha sido su infancia.
De todos modos, hay algo que permanece misterioso y oscuro en la infancia, que ninguno de estos métodos de conocimiento alcanza a responder de forma acabada. Los límites de la ciencia que no puede rebasar, una buena lección para los psicólogos. Agustín pregunta, movido por esta inquietud: “¿Fui yo algo o en alguna parte? Dímelo, porque no tengo quien me lo diga, ni mi padre, ni mi madre, ni la experiencia de otros, ni mi memoria(7) (VI, 9). Y un poco más adelante, llega a esta otra pregunta todavía más fundamental: “¿Acaso hay algún artífice de sí mismo? ¿Por ventura hay alguna otra vena por donde corra a nosotros el ser y el vivir, fuera del que tú causas en nosotros, Señor…? (8) (VI, 10). La reflexión de Agustín lleva siempre a la respuesta trascendente. Una simple observación nos conduce nuevamente a esa alabanza original. Particularmente acuciante es el problema planteado sobre la infancia, sobre todo cuando el hombre pretende dictarse normas a sí mismo como si fuera él mismo el artífice de la existencia.
Una última reflexión que hace Agustín sobre la infancia se refiere a la continuidad entre ese niño del que nada recuerda y este hombre que es hoy. El hombre es uno, lo cual parece obvio, pero la distancia entre ambos períodos en Agustín parece acortarse y la continuidad se hace muy evidente. Una frase provista por la observación es esta que tiene incluso una veta humorística: “Vi yo y hube de experimentar cierta vez a un niño envidioso. Todavía no hablaba y ya miraba pálido y con cara amargada a otro niño colactáneo suyo(9) (VII, 11). Este tema de la continuidad del niño con el adulto adquiere particular relevancia con la cuestión del pecado de la infancia, un tema que dejaremos para más adelante, cuando nos refiramos más estrechamente al pecado.
Para terminar esta parte dedicada a la infancia, me parece oportuno recuperar este fragmento a modo de resumen y también como testimonio de esa continuidad: Vergüenza me da, Señor, tener que asociar a la vida que vivo en este siglo aquella edad que no recuerdo haber vivido y sobre la cual he creído a otros y yo conjeturo haber pasado, por verlo así en otros niños, bien que esta conjetura merezca toda fe. Porque en lo referente a las tinieblas en que está envuelto mi olvido de ella corre parejas con aquella que viví en el seno de mi madre (10) (VII, 12).


Niñez y lenguaje

A partir del capítulo 8, Agustín dejará atrás la infancia sin memoria y comenzará a realizar la niñez. La diferencia entre ambos períodos la constituye el lenguaje y así lo manifiesta: “¿No fue, acaso, caminando de la infancia hacia aquí como llegué a la puericia? ¿O, por mejor decir, vino ésta a mí y suplantó a la infancia, sin que aquélla se retirase; porque adónde podía ir? Con todo, dejó de existir, pues ya no era yo infante que no hablase, sino niño que hablaba(11) (VIII, 13).

A partir de este momento, Agustín va a enfrentar otro tema también de enorme actualidad, como es el del lenguaje. La lingüística es una de las ciencias más nuevas, ya que mucho del pensamiento actual se apoya en ella. La relevancia de los problemas lingüísticos fue declarada por Heidegger cuando dijo que “el lenguaje es la casa del ser”. A partir de entonces, mucha de la filosofía actual se ha centrado sobre el problema del lenguaje. Y en un modo por el problema del inicio del lenguaje. Este de un modo muy sucinto se puede decir que encuentra dos formulaciones básicas: la empirista, que cree que el lenguaje se aprende por la experiencia y la más moderna, la naturalista de Chomsky, que sostiene que existe una especie de pre-saber del lenguaje. Chomsky y sus seguidores, lo mismo que San Agustín, llegan a esta conclusión después de observar la velocidad con que se aprende el lenguaje: “Recuerdo esto; mas cómo aprendí a hablar, advertilo después. Ciertamente no me enseñaron esto los mayores, presentándome las palabras con cierto orden de método, como luego después me enseñaron las letras, sino yo mismo con el entendimiento que tú me diste (12) (VIII, 13).

Más delante, de todos modos, la reflexión se volcará también a los argumentos de la escuela empirista, que se formulan así: “Que ésta fuese su intención deducíalo yo de los movimientos del cuerpo, que son como las palabras naturales de todas las gentes, y que se hacen con el rostro y el guiño de los ojos y cierta actitud de los miembros y tono de la voz, que indican los afectos del alma para pedir, retener, rechazar o huir alguna cosa (13) (VIII, 13). Pensar en el origen del lenguaje es pensar en el lenguaje como designación, apunta Foucault en Las palabras y las cosas.

Y con esta reflexión se ubica en el medio de ambas escuelas, lo que al parecer es hoy en día la posición más aceptada, la de este doble principio, es decir que el origen de la lengua tiene raíces culturales y biológicas.
De todos modos, lo que queda claro es que Agustín relaciona con el habla la plena constitución de la persona y lo expresa de modo contundente: “Así fue como empecé a usar los signos comunicativos de mis deseos con aquellos entre quienes vivía y entré en el fondo del proceloso mar de la sociedad (14) (VIII, 13). Con el uso muy explícito del adjetivo “proceloso” es decir tempestuoso, Agustín refleja, una vez más, la inquietud que el habla le provoca. El lenguaje es uno de los temas fundamentales en su vida, recordemos que él es un retórico de profesión, es decir un técnico del lenguaje, alguien que piensa el lenguaje en sí mismo.

Como tal ve en el lenguaje ya desde el principio un arma tremendamente poderosa y como tal peligrosa. A su problemática se acerca, parafraseando a Kierkegaard, con “temor y temblor”. El lenguaje pude ser también fuente de desvíos, instrumentos de la vanidad y esto es algo que el Agustín maduro ve con claridad cuando mira sus primeros pasos en el mundo del lenguaje: “Se me proponía a mí, niño, como norma de bien vivir obedecer a los que me amonestaban a brillar en este mundo y sobresalir en las artes de la lengua, con las cuales después pudiese lograr honras humanas y falsas riquezas” (15) (IX, 13).


Crítica a la pedagogía

En el comienzo del capítulo 9, Agustín va a iniciar una feroz crítica a la pedagogía de su tiempo. En general se advierte que las personas tienden a enaltecer el momento de su educación. Existe una conciencia muy desarrollada de que la educación no ha hecho más que decaer ininterrumpidamente a lo largo de los siglos. Difícilmente se encuentre, entre la gente ilustrada, alguien que considere que la generación sucesiva haya estudiado más que la propia y la suya más que la anterior. No sé a qué obedece esta tendencia, pero está claro que San Agustín no padece de esa distorsión.

Evidentemente el sistema educativo que formó a Agustín era de un extremo rigor y estaba basado en el castigo –sobre todo corporal– de los alumnos. Es notable como él se revela ante esta situación que sin lugar a dudas era del beneplácito de los mayores y de la cultura de su tiempo. Incluso se puede percibir un cierto dolor, como una llaga que permanece abierta en el recuerdo. Muchas veces sucede que las cosas sufridas en la niñez no se olvidan. Agustín critica e iguala las distracciones de los niños con las de los mayores, dejando al descubierto que lo que hace que uno castigue a aquellos es solamente el poder. Agustín se revela un estudiante brillante pero no del todo aplicado y se queja de los castigos recibidos no por su rendimiento “sino porque me deleitaba el jugar, aunque no otra cosa hacían los que castigaban esto en nosotros. Pero los juegos de los mayores cohonestábanse con el nombre de negocios, en tanto que los de los niños eran castigados por los mayores (16 )(IX, 15). Resulta especialmente y cercano a mí corazón el lamento porque “me azotasen porque jugaba a la pelota(17) (IX, 15).

Pasamos por alto el capítulo dedicado al problema del bautismo, lo dejamos para la próxima, y seguimos con Agustín alumno díscolo, muy lejos de ser un modelo. Por empezar, no es de esos a quienes todo les da lo mismo, y enseguida da cuenta de ser un estudiante apasionado, hay cosas que detesta: “No gustaba yo de las letras y odiaba el que me urgiesen a estudiarlas(18) (XII, 19), cometario que completa con una reflexión sorprendente por su modernidad: “Quien no hacía bien era yo, que no estudiaba sino obligado; pues nadie que obra contra su voluntad obra bien, aun siendo bueno lo que hace(19) (XII, 19). Es decir que lo bueno se puede conseguir contra la voluntad del que lo obra, pero para obrar realmente bien es necesaria una aquiescencia de la voluntad.

Dejada atrás la reflexión sobre el método, se inicia una reflexión sobre el objeto de la enseñanza. Una posibilidad de adentrarse en lo que era la enseñanza en la Antigüedad, básicamente las letras latinas y griegas. Un programa al parecer idéntico para todo el vasto territorio del Imperio: lo que se estudiaba en la pequeña Tagaste era lo mismo que se estudiaba en Roma. Agustín muestra enseguida sus preferencias:¿Cuál era la causa de que yo odiara las letras griegas, en las que siendo niño fui imbuido? No lo sé; y ni aún ahora mismo lo tengo bien averiguado. En cambio gustábanme las latinas con pasión(20) (XIII, 20).

San Agustín declara entonces su pasión por la literatura más que por las letras en sí mismas. En estos pasajes se recrimina estos desvíos literarios que lo transportaban apasionadamente lejos del verdadero objeto del lenguaje, que es el apropiarse del mismo como instrumento de conocimiento y sobre todo de alabanza. Son párrafos donde resuena velada la condena platónica de lo artístico como desviación de lo verdadero, pero al mismo tiempo aparece la vibrante experiencia del lector entusiasta. Es conmovedora la forma en que recuerda su llanto al haber leído la historia de Dido, contada por Virgilio en la Eneida. Una historia que suponemos tenía connotaciones de tipo nacionalistas. Dido fue abandonada por el frío Eneas quien, como todo héroe trágico, antepone su misión, fundar Roma, a su pasión. A causa del abandono, Dido, desconsolada, se arroja al fuego. Una historia en la que también es muy fácil ver connotaciones políticas, dada la relación entre Roma y Cartago, que terminó con la destrucción de la ciudad en el 146 a. C. Agustín era romano por cultura, pero africano por nacimiento y suponemos que sus sentimientos serían encontrados.

Las reflexiones de orden pedagógico se cierran con un párrafo que es todo un programa. Un programa que no se basa en la exigencia, sino más bien en hacer desertar el interés de lo que se quiere aprender. Creo que ante una exaltación, presente en ciertos ambientes, del sistema de premios y castigos, signado por el convencimiento de que el hombre es hijo del rigor, son un bálsamo, al menos para mí, estas reflexiones de Agustín: “Y es que la dificultad, sí, la dificultad de tener que aprender totalmente una lengua extraña era como una hiel que rociaba de amargura todas las dulzuras griegas de las narraciones fabulosas. Porque todavía no conocía yo palabra de aquella lengua, y ya se me instaba con vehemencia, con crueles terrores y castigos, a que la aprendiera. En cambio, del latín, aunque, siendo todavía infante, no sabía tampoco ninguna, sin embargo, con un poco de atención lo aprendí entre las caricias de las nodrizas, y las chanzas de los que se reían, y las alegrías de las que jugaban, sin miedo alguno ni tormento. Aprendilo, digo, sin el grave apremio del castigo, acuciado únicamente por mi corazón, que me apremiaba a dar a luz sus conceptos, y no hallaba otro camino que aprendiendo algunas palabras, no de los que las enseñaban, sino de los que hablaban, en cuyos oídos iba yo depositando cuanto sentía. Por aquí se ve claramente cuánta mayor fuerza tiene para aprender estas cosas una libre curiosidad que no una medrosa necesidad(21) (XIV, 23).

El libro se cierra con una invectiva muy concreta a las fábulas paganas, que hoy parecen algo insólitas, pero que no lo eran en el momento histórico en que fueron escritas. El paganismo en esos tiempos era todavía muy difundido y eso explica las argumentaciones llevadas adelante con el fin de desenmascarar a esos dioses en los cuales se creía. Hoy resulta casi risible desmentir a Júpiter con argumentos racionales, pero no lo era entonces, ya que Júpiter aún tronaba.

Para el final quedan algunas confesiones más sobre comportamientos de la niñez que Agustín condena, no tanto en sí mismos, sino como figura de lo que después serán en la adultez. Una vez más, Agustín liga muy fuertemente al niño con el hombre futuro. “¿Y es ésta la inocencia infantil? No, Señor, no lo es, te lo confieso, Dios mío. Porque estas mismas cosas que se hacen con los ayos y maestros por causa de las nueces, pelotas y pajarillos, se hacen cuando se llega a la mayor edad con los prefectos y reyes por causa del dinero, de las fincas y siervos, del mismo modo que a las férulas se suceden suplicios mayores (22) (XIX, 30).

Pero Agustín no tiene una mirada solo negativa sobre su niñez y para demostrarlo deja para el final algunas notas positivas sobre su persona, logrando una saludable dosis de objetividad: “Guardaba también con el sentido interior la integridad de los otros mis sentidos y me deleitaba con la verdad en los pequeños pensamientos que sobre cosas pequeñas formaba. No quería me engañasen, tenía buena memoria y me iba instruyendo con la conversación. Deleitábame la amistad, huía del dolor, abyección e ignorancia. ¿Qué hay en un viviente como éste que no sea digno de admiración y alabanza? Pues todas estas cosas son dones de mi Dios, que yo no me los he dado a mí mismo. Y todos son buenos y todos ellos soy yo (21) (XX, 31).





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