05 – LA RETÓRICA
Benozzo Gozzoli, San Agustín enseñando en Roma.
No es mi intención ingresar en el siempre espinoso
terreno de la política. Lo voy a hacer solo para buscar un ejemplo, tratando de
evadir todo tipo de polémica.
Hace algunos meses, recordarán ustedes, se
iniciaron las sesiones legislativas en todas las cámaras del país. A mí me
llamo la atención la disparidad de tiempo empleado para realizar un acto
similar, en la Ciudad y en la Nación. Para la legislatura porteña, Macri empleó
algo así como unos 16 minutos, mientras que la Presidente, para hacer
sustancialmente lo mismo, se tomó 3 horas y 40 minutos.
A mí me parece que en esta disparidad del tiempo empleado
anida una posición muy clara frente al problema del valor de las palabras como
vehículo de comunicación y de transformación de la realidad. No es en realidad
otra cosa que una toma de partido frente al problema de la retórica como arte,
ya que esta trata de la posibilidad de convencer a través de la palabra. Más
aún, como dice Aristóteles, cuya Retórica estuve leyendo estos días, “el objeto
de la retórica no es persuadir, sino ver en cada caso lo que es apto para
persuadir”.
Tenemos en el caso de Macri, entonces, un umbral mínimo
de fe en la retórica, que por otro lado él ha expresado en muchas
oportunidades. Para él, y para los que descreen de las palabras, lo único que
importa son los hechos, haciéndose eco del viejo adagio latino “res non verba”.
Esta vertiente a favor de los hechos y en contra del “verso” está muy difundida
entre nosotros y, es justo decirlo, tiene su justificación. En este descrédito
de la palabra, me parece, se funda la elección de hacer durar un discurso el
mínimo de tiempo indispensable. No creo que sea solo amor a la brevedad, sino
una declaración de principios.
En el otro extremo tenemos a Cristina y su maratón
oratoria. Una actitud que peca por exceso, es decir que expresa una fe
desmedida en el discurso y en su capacidad de inventar una realidad solamente
por la fuerza de las palabras. Es lo que se ha dado en llamar el “relato”, es
decir una historia que suprime a su antojo partes de la realidad para conformar
otra distinta que se diseña según la voluntad del que diserta. “Palabras, no
hechos” parecería ser el emblema de esta extrema fe en la palabra.
Como podemos suponer, ninguno de estos extremos es deseable
y es difícil determinar cuál es peor. El reino del “relato” nos subleva, pero
la ausencia de palabras priva a los hombres de lo que es más plenamente humano,
es decir de la palabra. Los hombres sin palabras y reducidos a la mera
facticidad no cabe duda de que son menos hombres. Casi que me animo a decir que
es preferible que nos mientan a que no nos hablen, ya que al menos en la
mentira nos toman por estúpidos, pero al menos un estúpido es siempre un
hombre.
En definitiva, más allá de lo que es peor, no cabe duda de
que entre estos extremos todos tenemos que elegir una posición. El valor de las
palabras es un tema que nos inquieta siempre. Hace pocos días, acá mismo es
esta casa, se suscitó una discusión sobre este tema. Un tema que inquietó de
modo particular a San Agustín, que era un profesional de la palabra, es decir
un retórico de profesión. La palabra fue siempre para él un problema central,
porque desde muy temprano supo ver en ella su poder transformador. En este
libro que hoy tenemos entre manos veremos de qué modo él se enfrenta a este
conflicto que se encarna en dos personajes: Fausto y Ambrosio, dos portadores
de discursos. Entre ellos dos oscilará un Agustín todavía repleto de dudas.
Conviene recordar brevemente la historia de la retórica,
ya que alrededor de ella nos moveremos hoy. Este arte, o técnica –lo que para
un griego era exactamente lo mismo–, nace como fruto de una necesidad. Los
antiguos legisladores griegos habían establecido la defensa personal del
ciudadano frente a los tribunales, es decir sin ningún tipo de intermediación.
Imagínense ustedes un mundo sin abogados, una especie de edad pretérita y feliz
como un Edén. Ante esta situación y ante la dificultad de muchos ciudadanos de
asumir su propia defensa, empezaron a aparecer en las cercanías de los
tribunales de justicia personas que vendían discursos tipificados para los
distintos casos. Un poco lo que ocurre hoy en día en donde uno tiene una
demanda típica en la computadora y llena los espacios con los nombres de los
litigantes. Como ven el copy-paste tiene una vieja data.
Porque está claro que de este laberinto de las palabras
se sale, como se sale de todos los laberintos, por arriba. Nuestra conexión con
la verdad que garantiza una ecuánime posición entre ambos extremos, se logra a
través de la adherencia no a la verdad como idea, sino a quien es la Verdad.
Pero claro, para llegar a esta conclusión todavía Agustín deberá hacer un largo
viaje, un viaje que nosotros por otro lado tenemos que rehacer una y mil veces.
Este viaje en el caso de San Agustín tendrá en este libro un claro reflejo
geográfico, ya que es el que encierra un mayor desplazamiento. Cartago, Roma y,
por último, Milán. Un viaje que se pude medir en kilómetros y que también
expresa la distancia que separa la mentira de la verdad.
Pongámonos entonces en movimiento con Agustín, quien
comienza con una oración, que se despliega como un movimiento de atracción y de
rechazo frente a Dios, en un movimiento envolvente. “Recibe, Señor, el sacrificio de mis Confesiones de mano de mi lengua,
que tú formaste y moviste para que confesase tu nombre” (1) (I, 1) y después “Váyanse y huyan de ti los inquietos
pecadores, que tú les ves y distingues sus sombras” (2) (II, 2) y un poco más adelante “Conviértanse, pues, y búsquente, porque no como ellos abandonaron a su
Creador así abandonas tú a tu creatura. Conviértanse, y al punto estarás tú
allí en sus corazones, en los corazones de los que te confiesan” (3) (II, 2).
En
medio de ese movimiento se sitúa el joven Agustín, que nos da nuevamente algunas
coordenadas para que nosotros podamos ubicar su estado de ánimo “¿Y dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú
estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había apartado de mí mismo y no
me encontraba. ¿Cuánto menos a ti?” (4)
(II, 2). Una declaración que presenta uno de los temas que va a ir ganado
importancia a lo largo de su camino: el de la interioridad como destino de la
búsqueda. Encontramos, de todos modos, un Agustín todavía algo perdido, quién
sabe todavía aturdido, después de la experiencia traumática del libro anterior.
A
partir del tercer capítulo, Agustín nos va a presentar a Fausto, uno de los dos
personajes de este libro. “Hable yo en
presencia de mi Dios de aquel año veintinueve de mi edad. Ya había llegado a
Cartago uno de los obispos maniqueos, por nombre Fausto, gran lazo del demonio,
en el que caían muchos por el encanto seductor de su elocuencia, la cual,
aunque también yo ensalzaba, sabíala, sin embargo, distinguir de la verdad de
las cosas, que eran las que yo anhelaba saber” (5) (III, 3).
Hay
aquí primeramente en esta presentación un elogio de la persona en cuanto
retórico. Es decir, se trata de un hombre que sabe seducir a partir de la
palabra, que sabe “lo que es apto para persuadir”, como definía Aristóteles, y
Agustín lo alaba por esto, aunque después del elogio aparece la advertencia
sobre “la verdad de las cosas”. He aquí un primer juicio sobre la retórica y su
relación con la verdad que tanto preocupa a Agustín. Puesto que la retórica era
considerado un arte y, como tal, desprovisto de ética. Les comentaba que había
estado leyendo la Retórica de Aristóteles y les aseguro que pocas veces leí un
libro tan inmoral, mejor dicho a-moral.
“Habíamelo presentado la fama como un hombre
doctísimo en toda clase de ciencias y sumamente instruido en las artes
liberales. Y como yo había leído muchas cosas de los filósofos y las conservaba
en la memoria, púseme a comparar algunas de éstas con las largas fábulas del
maniqueísmo, pareciéndome más probables las dichas por aquellos, que llegaron a
conocer las cosas del mundo, aunque no dieron con su Creador” (6) (III, 3).
Esta
presentación pone de manifiesto las dudas que a Agustín se le empezaban a
presentar, cada vez con más insistencia, sobre el maniqueísmo. Seguidamente,
Agustín va a desarrollar con más claridad en qué consistían estas dudas. Dudas
que provenían a partir de los avances significativos que había realizado en el
campo de la filosofía y de las ciencias en general. Es notable este hecho de
que sea a partir de la ciencia positiva y de la filosofía como se va a ir
produciendo la separación de Agustín de los maniqueos. Esta misma ciencia que
él considerará como un obstáculo si se refiere a la fe cristiana, es la que le
sirve para separarse de los maniqueos.
La
llegada de Fausto está teñida de una especie de ultimátum. Una prueba final
para sus dudas. La acusación principal a los maniqueos era la de haberse
quedado en las cosas sin ser capaces de llegar a Dios a través de ellas. “Cierto que dicen muchas cosas verdaderas de
las criaturas, pero como no buscan piadosamente la Verdad, es decir, al
artífice de la criatura, de ahí que no le encuentren, y si le encuentran,
reconociéndole por Dios, no le honran como a Dios ni le dan gracias, antes se
desvanecen con sus lucubraciones y dicen de sí que son sabios, atribuyéndose a
sí lo que es tuyo” (7) (III, 5).
Una
ciencia que era muy compleja y muy erudita, pero que finalmente se revelaba
como vana. A pesar del error maniqueo, vemos a continuación como San Agustín intercala
en su razonamiento una frase de tenor pastoral. En el discurrir del joven lleno
de dudas irrumpe el obispo de Hipona con una lección de gradualidad a la hora
del ejercicio de su tarea al frente de la diócesis. “Así, pues, cuando oigo que algún hermano cristiano, éste o aquél,
ignora estas cosas y las confunde, llevo con paciencia su modo de opinar y no
veo que le dañe en nada mientras no crea cosas indignas de ti, Señor, criador
del universo, aunque ignore hasta el lugar y modo de estar del ser corporal.
Dañaríale, en cambio, si creyese que esto pertenecía a la esencia de la piedad
y con gran pertinacia se atreviese a afirmar lo que ignora. Pero aun esta
flaqueza es soportada en los comienzos de la fe por la madre caridad hasta que
crezca y llegue el hombre nuevo a varón perfecto y no pueda ser arrebatado por
cualquier viento de doctrina” (8) (V,
9).
Dejamos
atrás esta pequeña digresión, de esas que hacen a este texto algo tan rico,
para volver al pasado. Allí observamos cómo la figura de Fausto vuelve a aparecer
como providencial y vemos también con cuánta ansiedad lo esperaba para poder
aclarar las dudas que lo aquejaban. “En
estos nueve años escasos en que les oí con ánimo vagabundo, esperé con muy
prolongado deseo la llegada de aquel anunciado Fausto. Porque los demás maniqueos
con quienes yo por casualidad topaba, no sabiendo responder a las cuestiones
que les proponía, me remitían a él, quien a su llegada y una sencilla
entrevista resolvería facilísimamente todas aquellas mis dificultades y aun
otras mayores que se me ocurrieran de modo clarísimo” (9) (VI, 10). Fijémonos
con qué maestría una vez más Agustín describe su situación: “con ánimo
vagabundo” o “errante” como dicen otras traducciones. Esa idea del espíritu que
no encuentra un lugar donde posarse, que gira incansable sin rumbo sobre los
mismos problemas. Es esa misma situación de hastío la que hace aumentar
desproporcionadamente las esperanzas en resolver “facilísimamente todas
aquellas mis dificultades”.
Convengamos
que eran demasiadas expectativas para el pobre Fausto, que naturalmente
fracasa. “Tan pronto como llegó pude
experimentar que se trataba de un hombre simpático, de grata conversación y que
gorjeaba más dulcemente que los otros las mismas cosas que éstos decían. Pero
¿qué prestaba a mi sed este elegantísimo servidor de copas preciosas? Ya tenía
yo los oídos hartos de tales cosas, y ni me parecían mejores por estar mejor
dichas, ni más verdaderas por estar mejor expuestas, ni su alma más sabia por
ser más agraciado su rostro y pulido su lenguaje” (10) (VI, 10). Otra vez
el problema de la retórica que aparece. No es la forma la que hace valioso al
contenido sino su conexión con la verdad. Me recuerda aquel pasaje del
Evangelio en el que dicen de Jesús que “hablaba con autoridad”, una autoridad
que provenía no de su discurso, sino de la verdad, que era Él mismo. Fausto a
pesar de sus esfuerzos no puede lograr “autoridad” sobre Agustín. La retórica
no alcanza, es un arte, un modo útil de presentar los argumentos, pero es
independiente de la verdad de estos.
Con
gran fervor Agustín va a desarrollar estos argumentos, con los que provistos de
su fe presente revisa su pasado, advirtiendo ya en él la mano misteriosa de
Dios. “Mas para esta época ya había
aprendido de ti, Señor, por modos ocultos y maravillosos –y creo que eras tú el
que me enseñabas, porque era verdadero aquello, y nadie puede ser maestro de la
verdad sino tú, sea cualquiera el lugar y modo en que ella brille–, ya había
aprendido de ti que no por decirse una cosa con elegancia debía tenerse por
verdadera, ni falsa porque se diga con desaliño; ni a su vez verdadero lo que
se dice toscamente, ni falso lo que se dice con estilo brillante; sino que la
sabiduría y necedad son como manjares, provechosos o nocivos, y las palabras
elegantes o triviales, como platos preciosos o humildes, en los que se pueden
servir ambos manjares” (11) (VI, 10).
Agustín,
entonces, nos va a relatar el fracaso rotundo de Fausto, quien a pesar de sus
habilidades retóricas no logra imponerse. “Así,
pues, aquella ansia mía con que había esperado tanto tiempo a aquel hombre
deleitábase de algún modo con el movimiento y afecto de sus disputas, y las
palabras apropiadas que empleaba, y la facilidad con que se le venían a la boca
para expresar sus ideas. Deleitábame, ciertamente, y le alababa y ensalzaba con
los demás y aun mucho más que los demás” (12) (VI, 11). Cuando finalmente Agustín logra encontrarse
personalmente con Fausto, cosa que sus acólitos trataron por todos los medios
de impedir, y plantearle sus dudas, la desilusión va a ser total. Descubrirá
que en realidad es Fausto un maestro del decir, pero poseía una preparación
bastante endeble y superficial. Una vez más aparece el problema de la retórica
como arte del engaño. Una acusación que se me ocurre también bastante actual,
basta pensar en los políticos, ya que hoy los hemos tomado de ejemplo, para
encontrarnos con sus asesores de imagen que les aconsejan poner en acción un
discurso a veces bien elaborado, pero en definitiva inconsistente.
El
fracaso de Fausto de daba sobre todo en cuestiones científicas, referidas más
que nada al tema de la astronomía, tema que Agustín había bien estudiado y
descubierto los errores maniqueos. Era sobre estos que Agustín quería
confrontar, ya que eran de vital importancia para la fe maniquea, que basaba
gran parte de su discurso en las revelaciones de este tipo echas a Manés, que
se consideraba inspirado por el Espíritu, precisamente por haber descubierto
esas cosas. El descubrimiento de su falsedad hacía desmoronar todo el edificio
maniqueo, y por eso era tan importante poner blanco sobre negro sobre el tema.
Una curiosa prueba de la fe por la ciencia, porque precisamente esa fe estaba
basada en esa ciencia.
Sin
embargo, el relato adquiere aquí un particular giro, ya que a la consideración
crítica del saber de Fausto se sucede un comentario sobre su persona. “Mas él, cuando presenté a su consideración y
discusión dichas cuestiones, no se atrevió, con gran modestia, a tomar sobre sí
semejante carga, pues conocía ciertamente que ignoraba tales cosas y no se
avergonzaba de confesar. No era él del número de aquella caterva de charlatanes
que había tenido yo que sufrir, empeñados en enseñarme tales cosas, para luego
no decirme nada. Este, en cambio, tenía un corazón, si no dirigido a ti, al
menos no demasiado incauto en orden a sí. No era tan ignorante que ignorase su
ignorancia, por lo que no quiso meterse disputando en un callejón de donde no
pudiese salir o le fuese muy difícil la retirada. Aun por esto me agradó mucho
más, por ser la modestia de un alma que se conoce más hermosa que las mismas
cosas que deseaba conocer. Y en todas las cuestiones dificultosas y sutiles le
hallé siempre igual” (13) (VII, 12).
Maravilloso paréntesis que una vez más muestra la humanidad de Agustín, siempre
más atento a las personas que a sus cualidades e incluso a sus creencias. Este
pequeño párrafo exalta de manera ejemplar unas cualidades humanas que oscurecen
las debilidades académicas. Se podría decir que la retórica es aquí vencida por
una nueva y poderosa forma de verdad, la que anida misteriosamente en el
corazón de los hombres rectos, aunque no estén beneficiados por el don de la
Fe.
La
relación con Fausto toma entonces una dirección inesperada, y el que debía ser
guía, se convierte en discípulo, y podemos también pensar en amigo, retomando
lo que hablamos la vez pasada sobre las distintas formas de amistad. “Comencé a tratar con él, para su
instrucción, de las letras o artes que yo enseñaba a los jóvenes de Cartago, y
en cuyo amor ardía él mismo, leyéndole, ya lo que él deseaba, ya lo que a mí me
parecía más conforme con su ingenio”
(14) (VII, 13).
El
capítulo maniqueo parece así haber llegado a su fin, aunque la ruptura todavía
no se hace definitiva. San Agustín todavía permanece en contacto con los
maniqueos un poco por inercia, otro quizás por razón de la amistad que tenía
con muchos de sus miembros y también quizás por algo de conveniencia.
Recordemos que los maniqueos era una especie de iglesia paralela y que
mantenían una efectiva de red de contactos en gran parte del mundo antiguo. Ya
anotamos antes sus similitudes con las logias masónicas decimonónicas. Esta
hermandad incluso había fortalecido sus lazos con la persecución que el nuevo
emperador Valentiniano III había emprendido contra los maniqueos. De todos modos,
a partir del encuentro con Fausto y de la posterior desilusión, Agustín no
pertenecerá más, en sentido profundo, a los maniqueos y así nos lo hace saber: “Por
lo demás, todo aquel empeño mío que había puesto en progresar en la secta se me
acabó totalmente apenas conocí a aquel hombre, mas no hasta el punto de
separarme definitivamente de ella, pues no hallando de momento cosa mejor
determiné permanecer provisionalmente en ella, en la que al fin había venido a
dar, hasta tanto que apareciera por fortuna algo mejor, preferible. De este
modo, aquel Fausto, que había sido para muchos lazo de muerte, fue, sin saberlo
ni quererlo, quien comenzó a aflojar el que a mí me tenía preso” (15) (VII, 13).
Como
ya hemos observado otras veces, el fracaso de Fausto se manifiesta en un cambio
de vida y también de escenario. Pareciera ser que cada traspié Agustín lo
acompaña con un cambio geográfico, como que su espíritu lo impulsa a superarlo
haciendo aparecer un nuevo horizonte ante sus ojos. “También fue obra tuya para conmigo el que me persuadiesen irme a Roma y
allí enseñar lo que enseñaba en Cartago” (16) (VIII, 14). Cansado de la inconducta de sus alumnos
cartagineses, se decide finalmente a probar suerte en la vieja capital del
imperio. Sospecho que la causa aducida, “la
causa máxima y casi única era haber oído que los jóvenes de Roma eran más
sosegados en las clases, merced a la rigurosa disciplina a que estaban sujetos” (17) (VIII, 14), no sea más que la
causa eficiente, por más que todavía lo irrite su recuerdo veinte años después.
Seguramente los verdaderos motivos haya que buscarlos en su desilusión y en esa
“errancia” del espíritu manifestada antes, que se transforma en “errancia” del
cuerpo.
No
fue una decisión fácil, entre otras cosas porque lo llevó a un áspero enfrentamiento
con su madre, “que lloró atrozmente mi partida y me siguió hasta el mar”. El
conflicto Agustín lo resuelve recurriendo al engaño: “Mas hube de engañarla, porque me retenía por fuerza, obligándome o a
desistir de mi propósito o a llevarla conmigo, por lo que fingí tener que
despedir a un amigo al que no quería abandonar hasta que, soplando el viento,
se hiciese a la vela. Así engañé a mi madre, y a tal madre, y me escapé, y tú
perdonaste este mi pecado misericordiosamente, guardándome, lleno de execrables
inmundicias, de las aguas del mar para llegar a las aguas de tu gracia, con las
cuales lavado, se secasen los ríos de los ojos de mi madre, con los que ante ti
regaba por mí todos los días la tierra que caía bajo su rostro" (18) (VIII, 14).
Agustín
aprovecha estos hechos para hacer una reflexión sobre cómo Dios cumple sus
promesas. El ejemplo de Mónica que desesperada ve en el viaje a Roma la
perdición de su hijo es muy elocuente. Ella pide con insistencia a Dios por su
hijo, pero no renuncia a su plan. Dios finalmente escuchará sus oraciones, pero
llevará adelante Su plan, que no coincide con el de ella. Una historia que
recuerda a la de la propia Virgen María, a quien el ángel le promete que su
hijo “se sentará en el trono de David su padre”. Pensemos que David es la
figura más grande de la Historia de Israel y podemos imaginar cómo esa promesa
parece incumplida ante la cruz. Pero Dios siempre cumple sus promesas, aunque
lo hace a su manera. Mónica, salvando las distancias, atraviesa una historia similar
y a pesar de la incomprensión es de notar que no desfallece en su actitud
orante. Por algo es santa.
Podemos
por un momento tratar de imaginar cuál sería la Roma a la que llega Agustín,
una ciudad con la que no podemos establecer ningún tipo de comparación, ya que
ninguna otra tuvo en la historia de la humanidad el prestigio, efectivo y simbólico,
que tuvo la Roma antigua. De todos modos, era esta una ciudad que decididamente
estaba en su ocaso, que había sido abandonada por el emperador, pero que seguramente
conservaba su prestancia, como la de un gigantesco decorado imponente pero
vacío. El emperador Valentiniano III estaba en Milán, adonde había trasladado
la corte por razones geopolíticas su antecesor, que quería estar más cerca de
la zona de acción de su ejército empeñado contra los bárbaros y al mismo tiempo
tener mejor conexión con el imperio de Oriente del cual Occidente cada vez
dependía más.
La
llegada a Roma de San Agustín no será de las mejores. “Aquí fui yo recibido con el azote de una enfermedad corporal, que
estuvo a punto de mandarme al sepulcro” (19) (IX, 16). La dura prueba de la enfermedad finalmente es
superada y Agustín reconoce en esa superación la acción de Dios, movida por la
incansable oración de su madre, esa misma que él había traicionado con el
engaño. Todavía parece que sufre remordimientos por aquella traición y, movido
por este, Agustín le va a dedicar un cálido elogio lleno de gratitud.
“Con todo, no permitiste que en tal estado
muriese yo doblemente, y con cuya herida, de haber sido traspasado el corazón
de mi madre, nunca hubiera sanado. Porque no puedo decir bastantemente el gran
amor que me tenía y con cuánto mayor cuidado me paría en el espíritu que me
había parido en la carne” (20) (IX,
16).
Y
sigue: “Así que no veo cómo hubiese
podido sanar si mi muerte en tal estado hubiese traspasado las entrañas de su
amor. ¿Y qué hubiese sido de tantas y tan continuas oraciones como por mí te
hacía sin cesar? ¿Acaso tú, Dios de las misericordias, despreciarías el corazón
contrito y humillado de aquella viuda casta y sobria, que hacía frecuentes
limosnas y servía obsequios a tus santos? ¿Que ningún día dejaba de llevar su
oblación al altar? ¿Que iba dos veces al día -mañana y tarde- a tu iglesia, sin
faltar jamás, y esto no para entretenerse en vanas conversaciones y chismorreos
de viejas, sino para oírte a ti en los sermones y que tú la oyeses a ella en
sus oraciones? ¿Habías tú de despreciar las lágrimas con que ella te pedía no
oro, ni plata, ni bien alguno frágil y mudable, sino la salud de su hijo?
¿Habrías tú, digo, por cuyo favor era ella tal, de despreciarla y negarle tu
auxilio? De ningún modo, Señor; antes estabas presente a ella, y la escuchabas,
y hacías lo que te pedía, mas por el modo señalado por tu providencia” (21) (IX, 17).
Superada
la convalecencia, regresan las dudas sobre la fe maniquea, aun con mayor
intensidad. Son los mismos problemas de siempre que se presentan y que empujan
a Agustín a una salida por la vía del escepticismo. “Por este tiempo se me vino también a la mente la idea de que los
filósofos que llaman académicos habían sido los más prudentes, por tener como
principio que se debe dudar de todas las cosas y que ninguna verdad puede ser
comprendida por el hombre”(22) (X,
19). Este escepticismo que le llegaba sobre todo por la lectura de Cicerón,
al que luego, como vimos, el criticará fuertemente, tuvo una benéfica acción
terapéutica. Como quien hace tabla rasa y de ese modo prepara el terreno para
recibir lo nuevo, la Buena Noticia.
Ya
recuperado, Agustín empezará con sus clases. Pero encontrará aquí una nueva
decepción, ya que el comportamiento de sus alumnos romanos es distinto, pero no
menos considerado que el de sus anteriores de Cartago. “Se concertaban mutuamente para dejar de repente de asistir a las clases
y pasarse a otro maestro, con el fin de no pagar el salario debido, faltando
así a su fe y teniendo en nada la justicia por amor del dinero” (23) (XII, 22). Como ya vimos en otras
oportunidades, Agustín ante la adversidad se decide por un drástico cambio de
escenario. “Así que cuando la ciudad de
Milán escribió al prefecto de Roma para que la proveyera de maestro de
retórica, con facultad de usar la posta pública, yo mismo solicité presuroso,
por medio de aquellos embriagados con las vanidades maniqueas –de los que iba
con ello a separarme, sin saberlo ellos ni yo–, que, mediante la presentación
de un discurso de prueba, me enviase a mí el prefecto a la sazón, Símaco” (24) (XIII, 23).
Hay
acá, detrás de este nombre, un pequeño entramado político (ya que es un día que
empezamos con la política). El emperador, que como ya dijimos vivía en Milán,
era un joven inexperto dominado por su madre que era arriana. La corte estaba a
su vez llena de personajes afines aún al viejo paganismo y la ciudad se
encontraba espiritualmente subyugada por una de las grandes figuras de la
antigüedad: San Ambrosio. Como podrán imaginar, todo allí era un hervidero de
tensiones y conspiraciones varias, que opacarían las pujas entre Kiciloff,
Moreno, De Vido y compañía. En ese contexto se dio el nombramiento de Agustín
propuesto por este Símaco, prefecto de Roma y acérrimo defensor del paganismo.
Debe entenderse como un duro golpe al partido de los cristianos y concretamente
al obispo Ambrosio.
Sin
embargo, pocas veces una jugada política tuvo un efecto tan contrario al
esperado y esto es debido sobre todo a la extraordinaria figura del obispo de
Milán. Seguramente, como hombre avezado en cuestiones de corte, estaría
perfectamente al tanto de quién era Agustín y qué significaba su nombramiento,
sin embargo su natural grandeza basta para desarmar todo el plan. “Aquel hombre
de Dios me recibió paternalmente y se interesó mucho por mi viaje como obispo.
Yo comencé a amarle; al principio, no ciertamente como a doctor de la verdad,
la que desesperaba de hallar en tu Iglesia, sino como a un hombre afable
conmigo” (25) (XIII, 23).
Aquí
reaparece el tema de la retórica y se establece la comparación entre el
discurso de Fausto, del que Agustín tanto esperaba, y el de Ambrosio, al que
Agustín conocía por su gran fama, pero del que imaginamos poco tenía que
esperar. Sin embargo, “Oíale con todo
cuidado cuando predicaba al pueblo, no con la intención que debía, sino como
queriendo explorar su facundia y ver si correspondía a su fama o si era mayor o
menor que la que se pregonaba, quedándome colgado de sus palabras, pero sin
cuidar de lo que decía, que más bien despreciaba. Deleitábame con la suavidad
de sus sermones, los cuales, aunque más eruditos que los de Fausto, eran, sin
embargo, menos festivos y dulces que los de éste en cuanto al modo de decir;
porque, en cuanto al fondo de los mismos, no había comparación, pues mientras
Fausto erraba por entre las fábulas maniqueas, éste enseñaba saludablemente la
salud eterna” (26) (XIII, 23).
Así,
las palabras de Ambrosio a las que en un primer momento se acercaba solo por
curiosidad y también por la forma del discurso, comienza a trabajar lentamente
el corazón. Se empieza a sembrar la semilla de la Palabra de Dios, lentamente,
dando lugar a un proceso similar al descripto en la parábola del sembrador.
Comienza a producirse esa tensión donde lo nuevo todavía no es capaz de
imponerse sobre lo viejo. “Mas no por eso
me parecía que debía seguir el partido de los católicos, porque también el
catolicismo podía tener sus defensores doctos, quienes elocuentemente, y no de
modo absurdo, refutasen las objeciones, ni tampoco por esto me parecía que
debía condenar lo que antes tenía porque las defensas fuesen iguales. Y así, si
por una parte la católica no me parecía vencida, todavía aún no me parecía vencedora” (27) (XIV, 24).
A
lo que sí por el momento parece decido, es a la definitiva ruptura con los
maniqueos, ruptura que ya se había producido de hecho pero que ahora será
efectiva. “Así que, dudando de todas las
cosas y fluctuando entre todas, según costumbre de los académicos, como se
cree, determiné abandonar a los maniqueos, juzgando que durante el tiempo de mi
duda no debía permanecer en aquella secta” (28) (XIV, 25).
Liberado
de la fe maniquea y aunque dudoso todavía, Agustín inicia un nuevo camino. Supongo
que todos alguna vez vivieron la experiencia de perderse en algún lugar. Hace
algunos años fuimos con mi mujer a Cariló un fin de semana y a la tarde se me
ocurrió salir a correr, para colmo sin anteojos porque lloviznaba. Al rato me
encontré totalmente perdido, pero confiado de que en cualquier momento algún
signo me iba a devolver al camino. Sin embargo, eso no ocurrió y la situación
se complicaba porque se hacía de noche. Seguía corriendo totalmente
desorientado hasta que finalmente un auto se apiadó y me indicó el camino, que
era exactamente el contrario al que llevaba. Lo notable es que una vez que me
encontré nuevamente en la dirección correcta, todos los signo que encontraba en
el camino, ahora ordenados, parecían clarísimos hasta el punto que me parecía
ridículo haberme perdido. Todavía faltaba mucho para llegar a destino, pero la
certeza de estar en el camino correcto hacía todo más fácil.
Creo
que algo así es lo que le sucedió a Agustín, a quien mucho tiempo le llevará
todavía abrazar definitivamente la fe católica, pero al menos ya está seguro de
estar en la dirección correcta, dirección de la que ya no se apartará jamás en
el futuro. Me parece descubrir en la última frase esa alegría, propia del que
encuentra el rumbo después de tanta “errancia”. Los invito a compartir ese
júbilo.
“En consecuencia, determiné permanecer
catecúmeno en la Iglesia católica, que me había sido recomendada por mis
padres, hasta tanto que brillase algo cierto adonde dirigir mis pasos” (29) (XIV, 25).
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