martes, 9 de julio de 2013

CHICAGO CRÓNICAS V

Día 05 (miércoles) – ART INSTITUTE


Todo el que ha viajado sabe que la lluvia es la aliada inseparable del museo y esta vez no fue la excepción.

Llegamos con algo de anticipación a la apertura, sabiendo que la nuestra no era una idea original, sin embargo todavía nadie esperaba frente a la escalinata de acceso. Una de las ventajas de Chicago es también esta: a pesar de ser una ciudad tan importante, no figura entre las grandes capitales del turismo masivo. Nos entretuvimos entonces un poco, otra vez en el local del Chicago Architecture Foundation mientras veíamos que enfrente se acumulaba un poco de gente.


El edificio original del museo, como tantos otros de la ciudad, fue construido en ocasión de la Exposición Internacional de 1893. El proyecto se encargó al estudio de Boston Shepley, Rutan and Coolidge, los herederos del gran H. H. Richardson. Para el mismo, no utilizaron el típico estilo románico popularizado por el maestro nacido en Louisiana, sino que se inclinaron por la formas del clasicismo francés. El edificio extendido tiene dos pisos de altura, un basamento almohadillado y un cuerpo superior con arcos ciegos. 


El cuerpo central culmina con un frontispicio alto sostenido por una loggia con tres arcos de medio punto. Un arquitrabe corre todo a lo largo con los nombres de los grandes artistas de la historia, cuya lectura ameniza la breve espera. Luego de algunos minutos, subimos la gran escalera custodiada por dos amables leones de bronce verde.


Luego de muñirnos de las audio-guías telefónicas, comenzamos desde el hall central una visita que se iba a extender por casi ocho horas, hasta el cierre del museo. Trataré de hacer un resumen de las cosas que más nos interesaron, sin intentar ser demasiado exhaustivo, ya que resultaría una empresa imposible, además de aburrida.


Obviamente nos concentramos solo en una pequeña parte de la colección permanente del museo, cuantitativamente y cualitativamente una de las mayores del país. Y comenzamos por lo que constituye quizás lo más singular de la misma, la sección referida al impresionismo y post-impresionismo, la más importante fuera de Francia.




De las primeras salas de impresionistas, el primer cuadro que señalo es la Gare Saint-Lazare, de Monet, de 1877. Me llamó la atención un motivo tan industrial que se aparta de lo que uno espera del impresionismo, siempre más atento a lo natural, o a lo urbano pero con connotaciones bucólicas. La representación poética es al mismo tiempo poderosa, con la locomotora que emerge de las nubes de humo que se parecen a las nubes del cielo, creando una especie de cielo en el interior de la estación.



Hay Monet en cantidad, pero lo que más recuerdo es la serie de los Stack of Wheat, de 1890, porque son las telas que, según cuenta el propio Kandinsky, hicieron cambiar su estilo, volcándolo decididamente hacia la abstracción, giro de una importancia capital para la historia de la pintura. Y es verdad que estas anónimas montañas de paja, tomadas en distintas situaciones –hay como media docena–, sugieren una suerte de abstracción. De entre los muchos Monet también me detuve en la serie de paisajes impregnados de niebla londinense, House of Parlament y Waterloo Bridge de inicios del siglo XX.


En la primera sala hay también dos sugestivos Renoir que curiosamente coinciden en el tema, ya que son retratos de dos hermanas. El primero, en el centro de la sala, es un clásico del estilo del pintor, Two Sisters, de 1881, donde las flores del fondo, las de la canasta y las del sombrero de ambas hermanas parecen fundirse en un mismo plano, componiendo una especie de paisaje integrador. En contraposición con esa imagen, la Acrobats at the Cirque Fernando, de un par de años antes, cuenta un relato que tiene mucho de psicológico, no desprovisto de una misteriosa tensión.

A poco andar, nos encontramos con la que es quizás la obra más famosa de todo el museo, que domina con su presencia la sala en que es exhibida de un modo que demuestra cómo es consciente de su importancia. Se trata de un gran lienzo que, al conocer sus medidas, me pareció más grande aún de lo que imaginaba, A Sunday on the Grand Jatte, de Seurat. El famoso cuadro fue terminado en 1884, luego de un largo proceso de estudio, que el museo también registra.



Esta especie de final científico del impresionismo, donde los colores son descompuestos en pequeños puntos, a la manera de un gran televisor de tubo, subyuga por la calma atmósfera que transmite. El cuadro tiene una consistencia vaporosa, que trasciende la escena pintada e involucra a quien lo observa, al punto de quedar sorprendido de que la escena permanezca, sin disolverse en el aire. Este aspecto, sumado al delicado anacronismo de los personajes que pueblan la escena, coloca la imagen en un punto intermedio entre lo real que ella representa y una sensación onírica que proviene del modo en que es representado. Nos detenemos un buen rato porque son de esas obras que invitan a una contemplación pausada.


Próximo a este, otro gran clásico, casi contemporáneo del anterior, la segunda de las tres versiones de The Bedroom, de Van Gogh. Uno de sus cuadros que de tan conocidos resultan sorprendentes vistos directamente. No solo el impacto emocional de la pequeña habitación, donde uno puede imaginar la sencilla vida del pintor, sino también el intenso verde del piso que es a mi juicio lo que caracteriza esta versión. Los objetos representados adquieren aquí un espesor que los hace ser más que simples objetos, son más que una cama o una silla, están cargados de un sentido dramático que no es difícil asociar a las ansiedades de su autor. “Esta vez simplemente reproduje mi habitación”, va a escribir Vincent a su hermano, pero se deduce de la voluntad de hacer otras dos versiones del mismo cuadro, algo más que una simple “reproducción”. Y cabe también una reflexión sobre el sentido de realizar copias de la misma obra, algo que conecta con distintos períodos de la pintura y que no coincide con el que transitó el propio Van Gogh.


Las salas se suceden todas con una gran cantidad de obras importantes, de las que se me ocurre destacar, entre tantas, otras tres. La primera por que se refiere a un pintor que en general no me atrae, pero uno de sus cuadros me obligó a detenerme un buen rato. Se trata de At the Moulin Rouge, de Toulouse-Lautrec, pintado en 1892. La abrupta aparición de la barra de madera, que define un plano triangular curiosamente abstracto, introduce la típica escena de Lautrec, pero en este caso especialmente sugestiva por la calidad de los personajes representados. La espectral mujer recortada a la derecha de la tela, la escandalosa cantante inglesa May Milton, atrae la atención. Su magnífico rostro color verde agua hace una brillante contraposición con el fogonazo naranja del pelo de la otra mujer que conversa en la mesa con el artista y sus oscuros acompañantes. El aire del cuadro conjuga con gran eficacia una idea festiva que al mismo tiempo no esconde una cierta decadencia y algo de hastío.


En otra de las salas también llamó nuestra tención otro de los pintores que no figuran a priori entre mis preferidos, Gauguin y el enigmático Why Are You Angry?, que fue pintado en 1896 al inicio de su segunda estadía en la polinesia. La tensión que emana de la colorida imagen es subrayada por el título de la obra. Las seis mujeres en la tela parecen desencontradas unas de otras y cada una parece estar absorta en su mundo. La mujer sentada con el torso desnudo aparenta en un primer análisis ser la enojada, y quizás la que está parada, envuelta en un magnífico pareo azul, es la causa de una ira contenida con resignación. Quizás una joven madre apesadumbrada, quizás una amante reemplazada: el significado queda abierto a múltiples interpretaciones. Después de todo, quién no ha preguntado alguna vez a una mujer “¿por qué estás enojada?”. La incomprensión más general del universo femenino por parte de los hombres puede tener también una lectura más personal. Gauguin nunca parece haber encontrado del todo su pretendido paraíso en la Polinesia, al punto de verse obligado a crear uno con su pintura.


La última de las obras que quería comentar es el Madame Cézanne in a Yellow Chair, de 1890. Dentro de una sala que contiene varios cuadros del autor, destaca la sobria figura sentada con rigidez y gesto severo. Se destaca sobre todo la construcción de la figura, atenta como siempre a la solidez de los volúmenes y también por la elección del color que se basa en la equilibrada combinación de los tres primarios. Este retrato pertenece a una serie de tres que tienen un motivo idéntico, cuya insistencia permite atisbar un poco la particular relación entre le matrimonio Cézanne. La distante expresión del rostro de Hortense, quizás exprese el olvido del pintor, que obsesionado por su arte parece haber condenado a su mujer a ser un mero objeto pictórico, casi una naturaleza muerta. Solo un reflejo de vitalidad aparece en las manos entrelazadas nerviosamente. Sin embargo, también cabe pensar que para Cézanne no había mejor homenaje que la pintura y en este sentido, a su manera, podemos también leer una declaración de amor, o al menos de respeto.

La sucesión de las galerías dedicadas a los mayores exponentes del impresionismo y sus aledaños culmina en el espacio de una gran escalera, sobre cuya pared cuelga una inmensa tela de una artista americana. La obra es Sky Above Clouds IV, de Georgia O’Keefe, y fue realizada en 1965, luego de que la artista hiciera su primer viaje en avión y quedara embelesada de los paisajes del cielo. Quizás uno de los mayores méritos de esta artista sea justamente descubrirnos el cielo no como fondo, sino como un lugar en sí mismo. En este camino, las nubes, sin dejar de serlo, adquieren una consistencia arquitectónica, y se regularizan hasta parecer un piso construido para que se apoye el cielo. La aceleración de la perspectiva ayuda a crear precisamente la sensación de espacio, un espacio por demás vasto, ya que la tela mide siete metros de largo y es la más grande que pintara en toda su vida.


Sin tomar la escalera nos dirigimos a la izquierda para conectarnos con la Modern Wing del museo. Con un gran sentido escenográfico, Renzo Piano realiza esta conexión a través de la cafetería, que se ubica en el eje mismo del acceso, sobre el cual balconea. El susodicho eje se refuerza por la línea de la cumbrera del techo acristalado, sostenido por una sutil estructura de etéreas cabriadas. La disposición de la nueva ala queda así totalmente clara, dejando a la izquierda del vacío central el espacio para exposiciones temporales y a la derecha la sucesión de salas dedicadas a la colección de arte contemporáneo. La claridad del planteo es referida en todos los detalles y en la prístina simpleza de los elementos que se ubican con toda naturalidad. Todo es de un blanco insobornable, que se apoya en la madera de los pisos y el cielo que se atisba entre las múltiples capas de superficies que filtran la luz. El resultado del interior es una lógica transposición de los valores expresados en el exterior, que ya habíamos podido apreciar el otro día.


Nos quedamos un rato en la cafetería disfrutando del espacio y observando desde allí el movimiento de la gente. Después fuimos al sector de exposiciones temporarias, donde había una muestra dedicada a uno de los estudios de arquitectura del momento, Studio Gang. Conducido por la bellísima Jeanne Gang, saltó a la fama mundial con la construcción de Acqua, la torre más alta jamás proyectada por una mujer. Ya me referiré a ella más adelante, cuando la encuentre, pero mientras tanto nos paseamos por la muestra de lo que hoy se considera un estudio de elite. El resultado es un poco desconcertante, ya que lo que aquí se mostraba poco parecía relacionarse con lo que habitualmente se relaciona con la profesión que practico. Sirve para sencillamente tomar nota de lo lejos que pueden estar ambas prácticas, no solamente en el plano de las realizaciones, sino, y sobre todo, en el de las preocupaciones.


El Studio Gang parece ocuparse fundamentalmente de cuestiones que ocurrirán dentro de muchos años y, en ese sentido, la ecología y las cuestiones relacionadas con la sustentabilidad resultan centrales. Hay gran cantidad de proyectos, muchos más que obras realizadas, y una importante diversidad de módulos formales y constructivos que apuntan a abordar la arquitectura del futuro. Me entero de que una importante parte de los recursos del estudio se dedica al proyecto y la materialización de estas soluciones, poniendo a disposición todos los medios necesarios para avanzar en dichas investigaciones. La muestra es bastante imponente y exhaustiva, y plantea también un viejo problema, como es la relación entre la arquitectura y el museo. Problema que, más allá de los cuantiosos recursos, parece lejos de estar resuelto, al menos en este caso.


Cruzamos nuevamente el hall-cafetería para atacar la parte derecha del ala moderna, que se refiere, sobre todo, al arte contemporáneo. La primera sala que aparece, estrecha y larga, está dedicada a la Escuela de New York, y constituye un desfile de todos sus héroes con asistencia casi perfecta: Rothko, Pollock, Newman, De Kooning, Motherwell, Cy Twombly y el toque femenino de Joan Mitchell. No hay más de una o dos pinturas por cada uno, pero todas ellas son excelentes.



Quizás faltan los grandes formatos que hay en los museos neoyorquinos, pero la calidad de las obras y la posibilidad de verlos todos en una sola sala es realmente una experiencia sobresaliente. Si tengo que elegir alguno para comentar me quedo con dos de los Rothko que hay, y con el fuerte contraste que se establece entre ellos. El Untitled 1953, en los clásicos tonos cálidos, es una fiesta de luz, mientras que el solemne Untitled 1969, casi completamente negro, ya predice el trágico final.



El resto de las salas de este piso, que ocupa un cuadrado que se asoma hacia el Millenium Park, está repleto de obras posteriores a los años ’60. Ese tipo de obras que lo dejan a uno perplejo y que sin duda están más destinadas a la reflexión que al placer estético. Algunas que me eran más familiares se disfrutan, y crean ese tipo de complicidad propia del iniciado, aunque en mi caso se trata de un apenas iniciado. Otras lo dejan a uno totalmente afuera de la conversación, como si se escuchara una lengua incomprensible. De todos modos, prefiero reconocer mi ignorancia, antes que enojarme con las obras.


De este grupo me gustaría señalar en primer lugar la sala dedicada al artista alemán Gerhard Richter, y dentro de ella, la serie de 1989 llamada Ice. La obra de Richter consigue siempre mantener una tensa ambigüedad que se manifiesta tanto en el sentido abstracción / realidad como en el de técnica fotografía / pintura. Caminado en el medio de ambas disciplinas, Richter consigue ponerse y ponernos preguntas sobre los límites del arte, sin apartarse de un estricto sentido estético y sin abandonar un cierto romanticismo. La serie Ice está formada por abstracciones donde predominan los tonos fríos y texturas que remiten a superficies heladas.


Otra obra en la que nos detuvimos fue el enorme Hinoki del artista Charles Ray, de 2007. La sorpresa original que provoca el encuentro con el gigantesco tronco de un árbol tirado en el piso comienza a aclararse cuando descubrimos la historia que hay detrás de él. Reproducción exacta de un tronco original y “natural” encontrado por el artista al borde de un camino, fue tallado en Japón a partir de un modelo exacto del original realizado en resina en el taller de Ray en California. La obra es así una copia de algo que, en principio, no tiene demasiado sentido que sea reproducido, aunque sí lo tiene en un mundo donde, según la visón del artista, el árbol será en breve una rareza. Y es en ese cuidado en realizar algo aparentemente inútil donde radica el homenaje.

Y ya que estamos con un aire oriental, quiero mencionar también a On Kawara y una obra de su famosa Today series. Si bien conocía la existencia de esta obra fundamentalmente conceptual, siempre es una experiencia singular enfrentarla. En este caso, se trata del 31 de Octubre de 1978, y forma parte de las más de dos mil pinturas que componen la serie. María le saca una foto recortando el encuadre que parece decir “Oct. 3”, justamente el día de hoy y un día muy especial para nosotros. Creo que es un inmejorable homenaje al artista japonés, preocupado en exaltar el valor singular de cada día. Realizada totalmente a mano y en el arco del día señalado, el artista pone en evidencia una profunda cuestión existencial, que implica precisamente el hecho de existir en ese determinado y concreto lapso de tiempo. La apariencia anónima de la obra es justamente lo que quita la atención sobre ella misma para ponerla en lo que fríamente ella representa. Ese único e irrepetible día en la vida de ese único e irrepetible hombre que somos tanto el artista como nosotros cada día.


Una mención también merece el encuentro con dos de las pinturas blancas de Agnes Martin, Untitled 12, de 1977. Siempre dentro de la estética minimalista, la obra de Martin es un momento extremo, ya que se centra en las posibilidades expresivas de la pintura, casi en su totalidad blancas con pequeñas grafías. Esta inicial y categórica restricción de su obra es lo que le da su valor experimental, con fuertes conexiones con el universo zen. Qué es todo lo que se puede decir con medios expresivos muy limitados y gestos tenues, es la pregunta que se pone el artista, y que nos pone a nosotros. Que sea mucho a partir de la escasez de los medios voluntariamente elegidos, a partir de un susurro pictórico, es lo que le da a su obra un innegable espesor poético.

También en esa línea monocromática tenemos una curiosa obra de Jasper Johns. Se trata de Near the Lagoon, que también parece adherir a los códigos del minimalismo, al menos en su persistente gris. Pero la pintura de Johns, realizada en incausto, siempre es más que un campo de color, porque es su rica textura lo que la convierte en una experiencia no desprovista de dramatismo. Sobre esta masa gris (como diría Spinetta), quizás la superficie de la laguna, cuelga una cuerda real, que a su vez se replica en la pintura. La obra pertenece a la serie de las catenarias de 2002, y fue adquirida recientemente por el museo. Además de plantear casi un grado cero para trascender de la pintura a la escultura, deja en suspenso, como la misma cuerda, su significado. Quizás un puente sobre la laguna, quizás una alusión al más allá de la misma.

Subimos por la impecable escalera suspendida de Renzo Piano hacia el tercer nivel, para ver las salas que se corresponden al arte moderno europeo. En ellas vamos al encuentro de muchos de los más grandes artistas de la primera mitad del siglo pasado, presentes en no excesiva cantidad, pero sí en calidad. Como en el piso anterior, solo me referiré a algunas pocas obras que fueron las que más nos llamaron la atención.


Apenas dejada las escalera nos recibe In the Magic Mirror, de Pauk Klee. Pintado en 1934, este cuadro tiene una melancolía típica de este período que sucedió a la llegada del nazismo y al posterior cierre de la Bauhaus. Klee combina con gran pericia dos medios de expresión distintos: una superficie esfumada que insinúa una cara y una línea continua negra que es lo que le otorga a la misma su inconfundible expresión. La línea que divide la incierta superficie integra en su recorrido el frente y el perfil de la figura, y juega con la posición de los ojos, también linealmente representados. Una nota singularmente conmovedora la agrega el pequeño corazón negro, que parece constreñido por el dolor.

Cronológicamente, las primeras salas están dedicadas a los grandes renovadores de la pintura moderna, Picasso y Matisse. Del primero rescato el poderoso Mother and Child, de 1921, de su período clásico, ese extraño lapso donde el artista parece subyugado por la fuerza de una figura humana que se manifiesta en todo su esplendor. La madre, su reciente esposa Olga, y el corpulento niño esconden detrás de sus voluminosas figuras una innegable ternura, y en esa tensión reside el interés de la obra. También de Picasso hay uno de sus clásicos retratos de mujer, The Red Armchair. En este caso, la retratada es su amante Marie Therese Walter, y fue realizado diez años después del anterior. En este último dominan las formas circulares envolventes y sensuales, cercanas a la abstracción. Esta pintura es también famosa por el material utilizado, ya que Picasso utiliza por primera vez pintura industrial para paredes. En ambas pinturas es fácil leer dos períodos distintos y también dos distintas maneras de concebir a la mujer, la poderosa maternidad de la matrona Olga y la sinuosidad inquietante de la joven Marie Therese.

En cuanto a las muchas obras de Matisse que hay en exposición es difícil decidirse por una. Elijo por su apacible belleza el Interior at Nice, de 1920, una obra en apariencia realista, pero que al mismo tiempo tiene un clima que trasciende la escueta realidad que representa. La particularidad de esta sensación proviene sobre todo del muy extraño punto de vista elegido para trazar una perspectiva ligeramente deformada, pero que no abandona del todo lo real. El resto del clima proviene, claro está, del magnífico color, pero también de la habitación vacía, que deja en segundo plano a la enigmática figura de la mujer, que mira el vacío de la habitación sin preocuparse del espléndido panorama a sus espaldas. Una breve mención merece también Daisies, de 1939, más cercano al último Matisse de los papeles recortados y de los planos netos de color. Los elementos, totalmente reconocibles aunque estilizados, se colocan uno al lado del otro y entablan entre ellos relaciones por proximidad, olvidándose de la perspectiva.

Otra de las obras, que en estos días en que escribo ha tenido especial relevancia, es White Crucifixion, de Mark Chagall, de 1938. Fue el recién electo Papa Francisco quien declaró, días atrás, su preferencia por la sugestiva pintura del artista ruso, que propone un Cristo crucificado muy rico en claves interpretativas. Estas plantean una estrecha relación entre la figura de Jesús y el judaísmo, relacionando tanto su origen, que se manifiesta en la vestimenta, como las desgracias sufridas por el Pueblo Elegido. Esta visión dramática de la crucifixión integrada en la Historia, se contrapone extrañamente por el color predominantemente blanco de la tela, que es el color del luto para los judíos. El tema, uno de los más visitados por la pintura en Occidente, adquiere así una perspectiva distinta, y de singular profundidad social y teológica.

Por supuesto que a lo largo de las salas de este nivel hay muchas otras obras que merecieron nuestra atención Un doble retrato de Modigliani, uno de los pocos pintados por el artista livornés, en ocasión del matrimonio de sus amigos Jacques y Berthe Lipchitz. La corpulenta y característica Reclining Woman, de Fernand Léger, y varios Kandinsky de distintas épocas. Vimos también los siempre simpáticos y ásperos personajes de Dubuffet, entre ellos el magnífico The Grand Arab. Para terminar, señalamos otro cuarto de hotel de Niza, similar al de Matisse, pero esta vez se trata del intenso azul de Open Window de Raoul Dufy. Otras salas están dedicadas a los maestros del mundo onírico en sus distintas vertientes, Magritte, algunos buenos Miró, Dalí, Max Ernst y otros.


Este tercer piso, además de las pinturas, tenía algunas salas dedicadas a escultores. De ellos, el primero que recuerdo es Horse and Ride, de Marino Marini de 1947, un artista muy ligado a nosotros con el cual nos une un afecto especial, relacionado con nuestro pasado romano y también con su obra presente en el MNBA. Es sabido que gran parte de la obra de Marini se basa en una reflexión ecuestre, es decir explorar todas las posibilidades expresivas del tema del caballo y su jinete. Esta relación entre los dos personajes no parece nunca del todo natural, siendo en realidad una tensión que transmite inquietud. En este caso, se trata de un bronce, en el cual la proporción de las dos figuras parece inclinarse a favor del humano y la conexión entre ambas parece darse en un punto lejano a la obra. Ambos miran hacia atrás en la misma dirección, como si su atención hubiera sido requerida desde algún lugar distante.


Otras dos pequeñas salas están también dedicadas a la obra de dos de los más grandes escultores europeos del siglo pasado. La primera de ellas que recorremos contiene obras de Brancusi. Golden Bird, de 1922, una de sus tantas obras de la serie referidas al vuelo, tiene una presencia que deslumbra a partir de su dorado pulido. Dicha abstracción del pájaro se hace presente no tanto en la representación, sino en una especie de alusión aerodinámica. Esta alusión se hace más evidente a partir del contraste que se plantea entre la pieza de bronce y la elaborada base compuesta de piedra y madera. Si bien ya conocía la obra de Brancusi, nunca me había detenido en la relación que plantea entre los distintos materiales, y cómo los vuelve expresivos, no tanto por el tratamiento que da a cada uno, sino más bien por el contraste que establece entre ellos. Otro brillante ejemplo de esto es la bellísima Leda, donde el abstracto cisne parece navegar tranquilo en un mar de hormigón, pronto a seducir a la desprevenida doncella.

Bien distinto de las pulidas superficies que plantea Brancusi, aparecen en la vecina sala los conmovedores Walking Man de Giacometti. Estas frágiles figuras que se echan a andar en sus endebles piernas tienen una consistencia grumosa y espesa que las convierte en terrenales, a pesar de que por su forma podrían ser tomados por espectros. Hasta cuándo puede ser posible la esbeltez sin romperse parece ser la pregunta que plantea Giacometti. Hasta cuándo el hombre, en su fragilidad, es capaz de soportar su existencia, es otro modo de hacerse la misma pregunta. También en la misma sala dedicada al artista suizo hay algunos de sus magníficos retratos, donde se expresa otra vez la fragilidad de la condición humana. El retrato de su amigo, el intelectual japonés (y amante consentido de su mujer Anette) Isaku Yanaihara, es una excelente muestra de esta existencia borroneada que se asoma con esfuerzo en la parte inferior del fondo de la tela. A pesar de la posición oprimida de la figura, de ella emanan halos luminosos que se podrían interpretar como una recóndita fuerza espiritual.


Terminado el recorrido por la Modern Wing, nos quedaba poco tiempo antes del cierre, así que bajamos un nivel y atravesamos todo el museo para encontrarnos con una de sus piezas más celebradas.



Sin embargo nuestras esperanzas se vieron defraudadas ya que se encontraba en otra exposición. Dicha ausencia fue una gran desilusión, ya que Nightwaks de Hopper era uno de esos cuadros que tenía enormes deseos de ver. La mítica imagen de los cuatro noctámbulos encerrados en el bar, y en sus pensamientos, es sin duda uno de los íconos del siglo XX. No pudo ser, y recordé que algo parecido nos había pasado con los Hopper en el Whitney de New York. Se ve que no tenemos suerte con este artista que admiramos tanto.

Próximo al ausente Hopper estaba otro de los cuadros que el museo promociona como una de sus obras maestras, American Gothic de Grant Wood. El estilo anacrónico del mismo lo hace aparecer cercano a los pintores holandeses del siglo XVII, aunque fue pintado en 1930. Su motivo presenta de un modo contundente a dos personajes los cuales parecen resumir el cúmulo de valores que distinguen al habitante del interior de los Estados Unidos. Rigor puritano, amor al trabajo de la tierra, honestidad, seriedad extrema y una proverbial sencillez de costumbres. Se contraponen la mirada directa del granjero que empuña su horquilla con vigor y la de su mujer que mira en diagonal con más suspicacia que sumisión. Nuevamente estamos en presencia de una realidad construida, ya que ambos personajes jamás existieron como tales, sino que son en realidad la hermana del pintor y su dentista. El aire moral que emana de la escena resulta así una voluntad expresa del autor, un relato que de todos modos resulta efectivo.


En los pocos minutos que quedaban nos lanzamos a las salas de pintura europea anteriores al impresionismo, empezando por la imponente Asunción del Greco, de 1580. No hay más tiempo para las obras, italianas y españolas, de este período, así que cruzamos nuevamente el hall para dar una rápida mirada al ala dedicada a los pintores ingleses y franceses del siglo XVIII. En primer lugar, los excelentes paisajistas de ambas márgenes de la Mancha, al norte Turner, magnífica su Valley of Aosta: Snowstorm, y algún Constable. Los representantes de la orilla sur tampoco se quedan atrás, varios enérgicos Courbet, sobre todo The Rock of Hautepierre, y el delicioso bosque de The Bridge of Trysts de Corot . Nos despedimos con la fantasía repleta de tigres, leones y turcos de rojas túnicas, que nos regala el vivaz pincel de Delacroix. Creo que es un buen final.


Casi sacados a empujones salimos del museo con el tiempo justo para llegar a misa. Era el día de nuestro aniversario y era justo dar gracias a Dios por tanto recibido a lo largo de estos veinticinco años compartidos. Recurrimos a la próxima St. Peters in the Loop, una iglesia regida por franciscanos, ubicada en Madison St. entre Clark y La Salle St. La fachada austera, dominada por un enorme crucifijo realizado en la misma piedra de las paredes, poco tiene que ver con un interior empalagoso.



Terminada la misa, y el tiempo que quedaba todavía de luz, lo dedicamos a recorrer los edificios entre el extremo norte del Millenium Park y el Chicago River. Por suerte el clima, luego del largo tiempo pasado en el museo, había mejorado.

De los edificios que se asoman sobre el parque desde el norte, el primero que se destaca por su contundencia y su rigidez formal es la Aon Center. Con una altura superior a los 80 pisos, el edificio remite por su imagen a otro gigante de los años ’70, como es el GM Building de NYC, que fue también realizado por Edward Durell Stone. También el proyecto recuerda a las torres gemelas de Manhattan y en general a un tipo de arquitectura que no reconoce ningún cambio a largo de todo el desarrollo. También el edificio fue famoso por sus problemas constructivos que obligaron al reemplazo de todo su revestimiento por un granito, ya que el mármol de Carrara elegido se deprendía al no poder soportar las duras temperaturas de la ciudad. El complejo del Aon Center se complementa con una gran plaza que oficia de acceso al complejo, con gran despliegue de espacios y de generosas fuentes. Entre todos los elementos se destaca la Sounding Sculpture, de Harry Bertoia, la escultura compuesta de “juncos” de cobre que se mecen con el viento, sobre un espejo de agua, produciendo curiosos sonidos. Recordemos que Chicago es también conocida como “windy city”.


A la derecha, mirando de frente el Aon Center y cruzando el Columbus Dr. está la Blue Croos Blue Shield Tower de 57 pisos de altura que nuclea los servicios de la compañía que desarrolló los primeros sistemas de medicina prepaga en el mundo. El BCBS, como es también conocido, fue realizado en dos etapas según el proyecto de Goettsch Partners. En la primera etapa se construyeron los primeros 33 pisos que se terminaron en 1997, una década después se retomaron los trabajos para construir los 24 pisos restantes sobre los anteriores. De este curioso crecimiento por etapas en vertical, por supuesto previsto en el proyecto original, quedan algunos vestigios en la fachada donde aflora la estructura. El gran plano de vidrio azul que da frente al parque se utiliza frecuentemente para realizar anuncios a escala urbana, convirtiéndose así en una suerte de fachada parlante.


Al lado, siempre en dirección hacia el lago, otra torre, esta vez residencial, se alza con una altura similar a la anterior, pero de mayor esbeltez. Formalmente toma muchos elementos del BCBS, como las súbitas interrupciones en el fuste, dando la sensación de que también esta fue construida por tramos verticales, aunque no es así. La fachada, de una simetría algo sucia, combina una grilla blanca con amplias superficies de vidrio azul, con un resultado bastante confuso. Estas dificultades se ponen de manifiesto en el curioso acceso al hall del edificio por la esquina que, a pesar del enorme oficio de los proyectistas, resulta forzada. Estos son Solomon Cordwell & Buenz, que iniciaron la obra en 2007, justamente cuando se iniciaba la segunda fase del vecino BCBS. El 340 On the Park es el segundo edificio residencial más alto de la ciudad, que ha sido superado por el ya conocido One Museum Park, ubicado al final del Grant Park hacia el sur.


Detrás de estos edificios apenas señalados, en dirección hacia el río, se desarrolla una de las zonas de mayor pujanza inmobiliaria de la ciudad. Sobre lo que eran originalmente terrenos del ferrocarril, y posteriormente una cancha de golf, el estudio SOM trazó el master-plan para el nuevo barrio llamado Lakeshore East. En él ya hay terminados, y se continúan construyendo, una gran cantidad de edificios dedicados al uso residencial, la mayoría en torre. El centro de este flamante espacio está formado por un amplio y espléndido parque, el Lakeshore East Park, diseñado por el estudio de James Burnett (OJB), originario de Houston, especialista en arquitectura del paisaje.


En el ángulo sureste del parque se encuentra The Benton Place Parkhomes, conjunto de viviendas de baja altura, que conforman un zócalo que hace descender abruptamente la escala del lugar. El proyecto fue encargado al estudio californiano Steinberg architects, dedicado a este tipo de edificios de baja densidad. La propuesta, repleta de detalles de ladrillo visto y piedra, arcos de medio punto y techos inclinados, resulta algo anacrónica y no consigue ensamblarse con el resto de los edificios que apuntan a una estética distinta, donde predominan las superficies vidriadas.

A continuación de estas, sobre el lado este, aparece The Lancaster, obra del estudio que tuvo a su cargo la coordinación de todos los proyectos, Loewenberg architects. Estos también proyectaron los dos grandes edificios, The Shoerham y The Tides, que forman una especie de portal en el centro del lado norte del parque, a ambos lados de Field Blvd. Los tres edificios mantienen una cierta coherencia formal, aunque el resultado, donde predomina el vidrio azulado combinado con grillas de hormigón, no es del todo logrado. Mejor me parecen los edificios que se ubican algo más atrás en el ángulo noreste y que se asoman directamente sobre el Chicago River. Estos, que tienen una búsqueda formal mejor ensamblada, pertenecen a De Stefano + Partners y son The Regatta y The Chandler.

Sobre el lado oeste, en cambio, está la inconfundible figura ondulada de Aqcua, cuyo aspecto ya conocimos en el museo, en la muestra dedicada al Studio Gang. Confieso que este edificio, de entre los nuevos uno de los más publicitados, me desilusionó en forma categórica, aunque no se puede negar que su efecto es poderoso, sobre todo cuando se observa desde alguna distancia. La idea de un paisaje vertical conformado por ocasionales lagunas que se distribuyen a lo largo de todo el fuste de la torre es sin duda sorprendente. Pero me temo que sus méritos terminan en ese efecto espectacular, logrado con medios no del todo leales. El recurso empleado se limita a los caprichosos movimientos de los labios de la losa, que en realidad esconde una planta prácticamente idéntica y rectangular que se repite a lo largo de toda la altura. Finalmente, la resolución de las barandas que se apoyan indiferentes sobre el andar serpenteante de la losa termina por desenmascarar los límites de una arquitectura más efectista que efectiva. Sin embargo, señalo un mérito del edificio que es el modo con que la compleja estructura llega a tierra, mediada por un sólido basamento que contrapesa en forma contundente el juego formal. En el ángulo donde llega la torre, sobre Columbus Dr., se resuelve con un sobrio basamento que toma nota del edificio y que se sostiene por intermedio de una gran ola tridimensional que define el acceso principal al edificio.


Dejamos atrás los sinuosos juegos de Jeanne Gang y nos dirigimos para terminar el día hasta el río Chicago por Columbus Drive, para recorrer el Wacker Drive, una vía que tiene varios niveles superpuestos de circulación, y está interconectada por el famoso Pedway, especie de ciudad subterránea para el invierno. Esta es una zona dominada por la presencia de grandes torres de hoteles, y en primer lugar vamos hacia el lago para ver el triangular Swissôtel, terminado en 1989 según el proyecto de Harry Weese & Associates.



Luego volvemos sobre nuestros pasos, hacia Michigan Av., dejando atrás el correcto y sobrio Columbus Plaza de Fujikawa, arquitecto que fue también el autor del master-plan para esta zona, una de las tantas desarrolladas sobre áreas del ferrocarril. Más adelante, y como el anterior realizado en 1980, aparece el macizo volumen de ladrillo del Hyatt Regency del gigantesco estudio Epstein, que corta un poco la monotonía. Por último, terminamos, antes de cruzar el río, con dos impecables y reconocibles torres de The Office of Mies van der Rohe, es decir un Mies post mortem de los ‘70. Se trata de One y Two Illinois Center, oficinas que poco agregan al modelo y que muestran que lo discípulos no tenían intención de apartarse un ápice de las huellas del maestro alemán.



Ya con las últimas luces, cruzamos por el Michigan Av. Bridge y caminamos por la margen de enfrente del río. Dejamos atrás la Trump Tower, a la que ya nos referimos y cruzando Wabash Av. en el número 330 encontramos aislado otro nuevo gigante con la firma de Mies Van der Rohe, esta vez de 52 pisos de altura. El edificio, conocido como IBM Plaza, fue iniciado apenas después de la muerte del gran arquitecto, y es el segundo más alto diseñado por él. El diseño responde a los ya conocidos criterios establecidos por Mies, y repetidos con una incansable insistencia para la tipología de torre de oficinas. En el hall hay un pequeño busto del arquitecto de Marino Marini.


Cruzando ahora la State St., vemos dos edificios idénticos que seguramente figuran entre los más significativos de la ciudad. Se trata de las Marina City, construidas en 1964, por un arquitecto que alcanzó su fama casi exclusivamente por esta obra, Bertrand Goldberg. Goldberg, que estudió en la Bauhaus y fue discípulo e íntimo de Mies, fue reconocido por la búsqueda de soluciones espaciales y estructurales de vanguardia. Sus Marina City son un buen testimonio de su osadía, y la simplicidad de su estructura central junto al impecable diseño de las plantas de departamentos resultan ejemplares. 


Su forma, cariñosamente asimilada a la de un choclo (corncob) es un ícono ciudadano, y se produce a partir de liberar de columnas exteriores dejando volar los balcones circulares. 



Urbanísticamente su desarrollo fue uno de los primeros en ofrecer una opción para oponerse a la hemorragia de habitantes que abandonaban el centro de la ciudad para radicarse en los suburbios. En este sentido la Marina City son iniciadoras del rescate del uso residencial para las áreas centrales de la ciudad.



Más adelante señalamos un sencillo prisma vidriado de SOM en el 321 North Clark de finales de los ’80 y cruzando la calle la antigua estructura de ladrillo de 1914, conocida como Reid, Murdoch & Co. Building. En el edificio, que ocupa toda la manzana hasta La Salle St., se destaca una elegante torre central con reloj, coronada a cuatro aguas.



Del otro lado de La Salle St. observamos una torre terminada recientemente en el 2006, que impacta por la pureza de su forma y la calidad de su diseño. Con algunas citaciones que recuerdan el art decó, pero revisitado desde una estética high-tech, el edificio me resulta uno de los más atractivos de los construidos últimamente. Su autor, desconocido para mí hasta entonces, es el enorme estudio de Connecticut Pickard Chilton. El edificio conocido como 300 North La Salle muestra su prestancia lograda a partir de un lenguaje simple pero finísimo, tanto en el remate que luce imponente iluminado en la noche, como en los halles de acceso, que a pesar de su escala no pierden calidez gracias al uso de una madera exquisita.


En la siguiente cuadra accedemos a la mole del Merchandise Mart, otro de los emblemas de la ciudad. Realizado en 1928, en un impecable y muy severo estilo art decó por los especialistas en este estilo Graham, Anderson, Probst and White, fue una verdadera apuesta al futuro en plena depresión. Durante muchos años fue el edificio de mayor superficie de planta en el mundo, y actualmente nuclea una enorme cantidad de espacios dedicados a la decoración en los dos primeros pisos, siendo los restantes destinados a oficinas comerciales. Se construyó con la intención expresa de crear “una ciudad dentro de la ciudad”, y este espíritu se siente al entrar en él, tal es su escala y sus dimensiones urbanas. Si bien tiene 25 pisos de altura su largo de más de dos cuadras lo equilibra y hace que parezca de una altura menor. Amplísimas galerías revestidas en mármol se suceden sin descanso, y lamentamos no poder haber visto el complejo en pleno funcionamiento, ya que los locales se encontraban cerrados y el edificio ya se encontraba vacío.

Salimos de noche y todavía quedaba algo de luz para ver al final del curso del río, donde dobla abruptamente a la izquierda, otro edificio que nos atrae, más que por su arquitectura por su increíble ubicación. Después averiguo que esta placa, que se asoma hacia todo el recorrido del río hasta su desembocadura en el lago, es otra obra de los prolíficos De Stefano + Partners. Fue concluido en 2002 y responde al nombre de Riverbend Condominius. De todos modos queda demasiado lejos para acercarnos, así que nos quedamos con esta vista y emprendemos el regreso.



Todavía nos quedaban los festejos propios de nuestro aniversario. Luego de un poco de descanso, fuimos al próximo John Hancock Center para comer en su restorán ubicado en el piso 96. 



Gentilmente, cuando decimos que se trata de un 25° aniversario, nos dan una mesa en el perímetro desde donde observamos la ciudad literalmente a nuestros pies. Un final grandioso para un día que seguramente no olvidaremos jamás.



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