domingo, 15 de diciembre de 2013

WASHINGTON DC CRÓNICAS II

Día 02 (sábado) – THE NATIONAL GALLERY



La principal razón por la cual vinimos a esta ciudad es la National Gallery, y este fue el día que elegimos para visitarla, cosa que nos ocuparía casi la totalidad del mismo.

Nos encaminamos temprano, calculando el tiempo para llegar justo en coincidencia con la apertura. Fuimos esta vez por la F St, hacia la cual el hotel tiene también una salida, una calle que no tiene nada que ver con su paralela E, que recorrimos ayer. Esta última te pone en seguida en contacto con los grandes espacios y las amplias perspectivas que son el sello de esta ciudad. Su vecina F St., en cambio, a pesar de estar separada solo por una cuadra, tiene una escala barrial, que no hace sospechar los abismos que ocurren en las proximidades. Está enmarcada por edificios de una altura modesta y continua, que en su mayoría pertenecen a la cercana universidad.

Nuestro jóvenes vecinos, seguramente todavía con la resaca de la noche del viernes, no se hacían ver todavía y la calle se veía prácticamente desierta. En realidad, toda la ciudad, más allá del día y el horario, da la sensación de estar poco habitada, como si sus estructuras estuvieran calculadas con un relativo exceso con respecto a la población efectiva.

La calle se interrumpe en la 17th St. en el Eisenhower Executive Office Building, que antiguamente oficiaba como una especie de ministerio de guerra y marina. El edificio es una mole de un estilo francés, más precisamente Segundo Imperio, tan recargado como desprovisto de gracia. Obligados por tal maciza presencia, doblamos hacia la izquierda hasta Pennsylvania Ave.


En la esquina, cruzando la avenida y frente al Eisenhower Executive Office Building, otro edificio de estilo muy similar al anterior, pero esta vez de un intenso color rojo. Es la Renwick Gallery, sede del museo de arte americano. A continuación de este, una serie de casas bajas compone el complejo llamado Blair House, destinado a residencia de visitantes oficiales de la ciudad. Superada la línea de estos edificios, nos encontramos nuevamente frente a la Casa Blanca, pero esta vez delante de su fachada principal, de la que divisamos a lo lejos el sobrio frontispicio. Allí también se agolpan visitantes que parecen siempre dispuestos a renovar su compromiso con la institución presidencial.



Frente al ingreso de la Casa Blanca está el Lafayette Square Park, una plaza cuadrada de aspecto muy similar a las que existen en todos los pueblos de nuestro país, que actúa finalizando el eje norte-sur de la ciudad.


Rodeamos la Casa Blanca por la 15th St. hacia el sur y retomamos la Pennsylvania Ave, que retoma su andar diagonal. Antes dejamos atrás, a mano derecha sobre la 15th St., otro bloque macizo de recio estilo neoclásico, el Treasury Building, sede del Tesoro de los Estados Unidos, que despliega una sucesión inagotable de columnas jónicas. El neoclasicismo parece en esta ciudad haberse producido en forma industrial y aunque en general es correcto no puede evitar caer en la monotonía. Quizás su aspecto sea muy adecuado como metáfora de la gris burocracia del estado moderno.


La diagonal de Pennsylvania Ave tiene la particularidad de unir la Casa Blanca con el Capitolio, y esto la convierte en especialmente conmemorativa, en una ciudad que ya de por sí lo es. La amplia distancia entre ambos expresa una voluntad no solo formal, sino también política. No cabe duda de que el trazado de esta arteria, que aún hoy luce holgada, fue una de las piezas claves del diseño de L’Enfant, que en su afán celebratorio exageró con el ancho. Su diseño contrapesa, de alguna forma, el vecino Mall, con el cual conforma el famoso Federal Triangle, verdadero centro neurálgico de la cuidad. Este fue construido a partir de los años 30 cuando se decidió la demolición de amplias zonas residenciales para dar lugar a la construcción de los edificios  regularmente neoclásicos destinados a la siempre creciente administración estatal. El andar de la avenida remata eficazmente en la cúpula del Capitolio, que aprovecha la altura de la colina que el urbanista francés eligió sabiamente para emplazarlo.


La avenida comienza efectivamente con el arbolado Pershing Park, que contrasta con la seca Freedom Plaza, que está a continuación, interrumpiendo su andar. Esta última tiene su atracción en el solado, realizado en los 80, que representa dibujado una parte del diseño de L’Enfant para la ciudad. Aparecen las calles y los espacios verdes, hechos de pasto verdadero, y también el plano del Capitolio.



Hacia el oeste termina con una generosa fuente y la estatua del mariscal Pulaski, el noble aventurero polaco que combatiera a favor de la Unión durante las guerras de la independencia. La plaza se ha configurado como un lugar propicio para protestas políticas y lleva su nombre en honor a Martin Luther King. Este en marzo de 1963, en un hotel vecino a esta plaza, redactó su famoso discurso “I have a dream”. Por supuesto que el pavimento registra también fragmentos de aquella alocución en favor de la integración racial.


Seguimos adelante por la avenida, que se encontraba cerrada al tránsito para preparar una gran feria gastronómica que se haría esa misma tarde. Cierto que quedamos sorprendidos, ya que al pasar por allí ayer no había ni rastros de este evento, y por supuesto tampoco los habría mañana. 



Caminando por el centro de la calle pudimos observar bien ambos márgenes, donde se suceden edificios de aspecto variopinto. No bien comenzamos, a la izquierda tenemos un bloque brutalista, que se retira de la línea de fachada para dar lugar a una amplia vereda, casi una plaza. Es el 1201 Pennsylvania Avenue realizado por SOM, en 1981, y que hace un juego inteligente y contundente de la cuadrícula.



El retiro continúa en la cuadra siguiente, con el 1111 Pennsylvania Avenue, un edificio histórico de la ciudad sucesivamente remodelado, que adquirió su actual forma en el 2002, en un dudoso estilo posmoderno. 


Frente a esta virtual plaza producida por los dos edificios retirados, se levanta la muy curiosa Old Post Office, según un estilo ecléctico de tendencia románica que popularizó H. H. Richardson, para oponerse a la tendencia Beaux Arts que reinaba en aquellos años. Hoy en día, su aspecto resulta extraño y excesivamente fantasioso, y parece inverosímil que haya sido predecesor de la modernidad, como enseñan los libros. El arquitecto de esta pieza, terminada en 1892, fue W. Edbrooke, nacido y formado en Chicago. Más adelante, nuevamente sobre la izquierda, volvemos a encontrar el FBI, visto del otro lado, el de su fachada principal, que es menos amenazante de la que vimos ayer. Del mismo lado, cruzando la 9th St., llama nuestra atención el rumor de la fuente del U.S. Navy Memorial. El monumento en sí mismo, inaugurado en 1987, es olvidable y  peor aún los dos edificios postmodernos que cierran el espacio en forma de hemiciclo. Quizás lo más destacado del complejo sea la pequeña estatua del Lone Saylor, un símbolo cuya réplica está presente en muchas otras dependencias de la marina americana.

Ubicado frente al Navy Memorial, el edificio National Archives brinda una soberbia lección de clasicismo. En este caso, el edificio lleva la firma de John Russell Pope, un arquitecto experto en este lenguaje.



Aunque fue culminado en un tardío 1935, lleva con hidalguía su porte clásico, manifestado en sus pórticos corintios de buenas proporciones y, sobre todo, en la imponente caja ciega que estos decoran. La construcción se presenta así como un cofre solemne, y en verdad es este su sentido, ya que en su interior se custodian los documentos más importantes de la historia del país.


Al llegar a la 7th St. doblamos a la derecha, bordeando el bloque del National Archive. La calle 7th St. divide el National Gallery of Art Sculpture Garden del lateral del edificio de la National Gallery of Art propiamente dicho. Empezamos entonces por el jardín, que se articula a partir de una enorme fuente circular que, como nos ocurrió en otras ocasiones en esta ciudad, encontramos vacía. Rodeando la fuente seca, estado en el cual pierde todo su atractivo, se disponen las esculturas, en su mayoría de artistas americanos, y que obedecen en general a un rígido minimalismo bastante extremo. Reconocemos una familiar Spider de Louise Bourgeois y un clásico “stabile”: Red Horse de Calder. Después observamos obras de algunos de los grandes nombres del minimalismo americano, Sol Le Witt, Ellsworth Kelly, Tony y David Smith, y la potente Aurora de Mark di Suvero. También vimos algunos guiños Pop como House de Linchestein y la goma gigante de Claes Oldenburg. Muchos de los artistas que se encuentran acá son los mismos que vimos ayer en el Hirschhorne, pero las obras me parecieron inferiores, aunque son un buen muestreo de algunas tendencias establecidas a mediados del siglo XX. El jardín de esculturas es la última ampliación del museo y está abierto desde 1999.


En realidad, nuestro pasaje por el jardín fue breve, porque la ansiedad por entrar al museo crecía. Allí nos dirigimos para acceder por la entrada ubicada sobre la Constitution Ave. que se presenta, sin mucha gracia, en el basamento, debajo de un solemne pórtico de ocho columnas jónicas. El acceso principal está planteado desde el Mall, pero este secundario parece ser el elegido del público. Este edificio neoclásico, llamado West Building es otra obra del siempre sólido John Russell Pope, y tiene su mérito en la simpleza de su planteo. Fue realizado en 1941, ya con destino de museo, y con un plano que se desarrolla simétrico a ambos lados de una imponente cúpula, imitación del Pantheon romano, que domina el centro de la escena.


La colección se despliega en el primer piso, verdadero “piano nobile” del edificio, y tiene, más allá de la calidad excelente de sus obras, dos méritos que convierten a este museo en uno de los mejores que haya visitado, que tampoco son tantos.


En primer lugar hay que destacar el perfecto equilibrio de la colección, que está balanceada de manera armónica en todos los períodos que recorre. El segundo aspecto, de carácter más práctico, reside en la impecable manera en que está presentada, de forma que su recorrido resulta siempre claro y preciso.



Se comienza por la sala uno, con los bizantinos y se termina en la noventa y tres con los contemporáneos de Manet. Cada una de ellas indica la siguiente de manera que el recorrido se hace continuo, y esto resultó clave para visitantes como nosotros que tenemos ritmos muy distintos de caminar y nos perdemos recíprocamente en todos los museos.


El primer grupo de salas, poco más de una docena, abarca desde unas tablas bizantinas, hasta el primer Renacimiento. Ya en la primera sala, destaca The Nativity with the Prophets de Duccio, de la primera década del 300. Se puede observar, comparando con las tablas bizantinas, los grandes pasos dados por la escuela de Siena. El Niño ubicado en el centro de la escena parece envuelto por la figura de la Virgen, recostada sobre un extraño plano rojo, donde destaca su espléndido manto azul. El resto de las figuras se agolpan alrededor de una fantástica montaña y los dos profetas provistos de rollos dan testimonio de la escena.


Después de los primitivos, en la sala 6, encontramos una de las piezas más valoradas de toda la colección, se trata del retrato de Ginevra de’Benci, pintado por quizás la figura más emblemática de todo el Renacimiento: Leonardo da Vinci. El retrato de la joven, que contaba con 16 años, fue realizado por un Leonardo solo algunos años mayor, en 1474. Ginevra, hija de un poderoso banquero, era muy conocida por sus dotes y su mano era codiciada. El aire distante con que el artista la representa da el tono de su carácter y al mismo tiempo exalta las virtudes propias de una mujer de su tiempo. Sobresale la increíble técnica con la cual el perfecto óvalo de la cara está pintado, donde se destaca la absoluta continuidad de los distintos tonos.


En las salas siguientes, aparecen otros pintores del 400, algunos Botticcelli (07) y unas clásicas madonas de Filippo Lippi (07). Del primero recuerdo especialmente The Adoration  of the Magi, de 1482, con su extraña arquitectura, compromiso entre el establo y la ruina clásica, que recorta un típico paisaje toscano. El séquito, por demás numeroso e inquieto de estos reyes, que se pierden en el horizonte, rodea el pesebre, dejando en el medio la figura de María, que parece distraída de tanto revuelo, abstraída en la mirada de su Hijo.


La sala 10 reúne a los pintores venecianos que iniciaron, con su particular estilo, el Renacimiento en la Serenissima. Están Giovanni Bellini, Giorgione y el por mí siempre preferido Carpaccio. De este último, The Flight into Egypt (10), donde un apurado San José parece “irse al pasto” como si quisiera acortar camino. La Virgen, con semblante serio y preocupado, envuelta en un manto preciosísimo, sostiene fuerte al Niño con ambas manos. El paisaje de fondo, con su rigurosa minuciosidad, es una marca registrada del artista.


De Giovanni, el más famoso de la dinastía Bellini, en esta sala se encuentra otra de las piezas preciadas de la colección, The Fest of The Gods (10). Pintada en 1429 para adornar el Camerino d’alabastro del Duca di Ferrara, Alfonso d’Este, constituye una obra de riqueza singularísima por su estilo. En primer lugar, por la extrañeza del motivo pagano, raro ejemplo en la obra del Bellini, que algo intimidado no pudo concretar, a pesar de sus esfuerzos, el alto contenido erótico propio de la historia relatada por Ovidio. El ambiente resultante tiene algo de alegre picnic y queda lejos de representar las pulsiones sexuales de los habitantes del Olimpo. Y es precisamente este clima intermedio lo que hace a esta pintura tan característica de una época que empezaba a abandonar los motivos religiosos para volcarse, todavía con temor, al desenfreno pagano. La obra, además, contó con la colaboración del Tiziano, que repintó su fondo, para acercarla más al estilo de las tres restantes que componían el resto del ambiente y que por él fueron ejecutadas. Recomponer dicho ambiente resulta hoy difícil, ya que dos de ellas se encuentran en el Prado y la restante en la National Gallery de Londres.


La sala 20 está dedicada al Perugino y a su discípulo Rafael, y permite hacer una reflexión sobre la relación entre maestro y aprendiz. Del primero se destaca The Crucifixion, con las cuatro figuras que acompañan la Cruz: María, San Juan, San Jerónimo, y María Magdalena, dispuestas en modo perfectamente equilibrado, como se espera de una obra del Renacimiento de fines del 400. Mucho se ha discutido sobre la intervención de Rafael, que apenas contaba con catorce años de edad, en esta tabla. Sin duda, lo que sí está claro es la influencia de la pintura flamenca, en el paradisíaco fondo de la escena. Sin duda es una crucifixión que expresa una serena calma, al punto de volverla irreal y en cierto sentido mística.


De Rafael tenemos, aparte del pequeño Saint George and the Dragon, tres Madonnas, que permiten ver la evolución del estilo del artista en sus primeros años. La última de ellas cronológicamente, es la más famosa, y fue realizada en 1510, cuando el artista se encontraba en Roma para iniciar la fase final de su breve producción artística. The Alba Madonna recoge ya las influencias del Renacimiento romano, más apegado a las formas clásicas con un mayor peso de las figuras, que lo alejan de la etérea pintura de su maestro Perugino. La virgen abandona su trono, en el que tantas veces el mismo pintor la representó,  para sentarse pesadamente en el suelo, y más que una joven muchacha se asemeja a una matrona romana. Por último, la forma circular remite al famoso Tondo Doni de Miguel Ángel, contemporáneo de este, lo cual hace notoria  la diferencia conceptual enorme que existía entre estos dos grandes artistas. Rafael recibe las novedades, pero se mantiene dentro de los cánones del estilo, mientras que Miguel Ángel las aprovecha para cambiar radicalmente las bases de sustentación del arte.


Luego de otras salas dedicadas al Renacimiento, llegamos a la 23 donde están los venecianos, en especial Tiziano, con algunos espléndidos retratos. Hay tres muy similares de tamaño y cronológicamente cercanos en los que se representan tres personajes emblemáticos de los poderes del tiempo. Del 1540 están  el Cardinal Pietro Bembo y el gran “condottieroVincenzo Capello, vestido con armadura y espada pronta.  Por último, algo posterior, de 1548, mi preferido de la serie, el Doge Andrea Gritti, con su dorada capa de botones grandes como pelotas de golf y la mano firme en el medio de la tela, que sugiere el modo con el cual condujo los destinos de la Serenissima, por más de quince años.


Por las siguientes diez salas se procede a recorrer la subsiguiente historia de la pintura veneciana. De la rivalidad entre Veronese y Tintoretto hasta los grandes pintores del paisaje veneciano del 700, Canaletto y Guardi, para terminar con las brillantes fantasías celestes de Tiepolo, como Wealth and Benefits of the Spanish Monarchy under Charles III, realizado en 1762 como prueba en escala para la decoración del Palacio Real de Madrid. Junto a ellos, otros pintores de menos nombre pero de importancia componen un mosaico completo y equilibrado de la ciudad que ha hecho uno de los aportes más consistentes y singulares a la historia de la pintura.


Después de los venecianos, empezamos un recorrido por el resto de Europa, que comienza en España (34), donde están los pintores del Siglo de Oro: Zurbarán, Murillo, y de este el maravilloso Two Womens at the Window, de 1655.



También está el más grande de todos ellos, Velázquez. Encuentro con placer a The Needlewoman, uno de los estudios sobre personajes de la vida diaria que el artista realizaba cuando se lo permitía el trabajo como pintor de corte. Un cuadro sin terminar, pero donde se aprecia toda la maestría del gran español, preocupado en retratar la concentración de su costurera, que continúa, aún hoy, absorta en su tarea. A continuación, una muy interesante sala dedicada a los pintores del clasicismo francés, uno de los estilos que, más allá de los gustos, resulta clave para comprender el devenir de la historia de la pintura. Allí se pueden comparar varias obras de sus dos más grandes exponentes, Claude Lorrain y Nicolas Poussin.


Después de esta serie francesa, pasamos al norte de Europa, donde se mezclan alemanes con los más célebres holandeses. En la sala 39 sobresale The Annunciation de Jan Van Eyck, realizado en 1436, dos años después del más célebre Matrimonio Arnolfini de National Gallery de Londres. Al igual que este, la Anunciación está repleta de profundas y complejas alegorías, expresadas con idéntica precisión, visible en los admirables detalles. A partir de la sala 42 hasta el final de la primera parte del recorrido (51), este será un creciente homenaje a los grandes pintores flamencos, Rubens, van Dyck, Franz Halls, retratista insuperable, y un final de apoteosis de la mano de Rembrandt.


En la última pequeña sala, como último regalo, cuatro pequeños Vermeer, donde destacan el magnífico Woman Holding a Balance, de 1664 y  también A Lady Writing, del año siguiente.



Sabía que eran unos cuadros de formato reducido, pero no dejó de sorprenderme su tamaño mínimo y, más que eso, cómo es posible recrear un mundo en un cuadrado de bastante menos de 40 centímetros de lado.



La colección de pintura holandesa es exhaustiva, y combina las obras de los grandes maestros con una serie de pinturas de género que completan el panorama. Las maravillosas escenas costumbristas de Pieter de Hooch se combinan con paisajes y marinas de excelente factura y muestran cómo se reinventó la pintura en Holanda cuando, con la muerte de los mecenas, tuvo que salir al mercado.


Conscientes de que recién estábamos en la mitad del West Building, decidimos, luego de un breve descanso, acelerar algo el paso para lo mucho que quedaba.  Pero es difícil hacerlo cuando la primera sala de la segunda parte (52) empieza con una serie de retratos de Goya que recorren más de veinticinco años de su extensa carrera.



Algunas salas más adelante (55) es el turno de los franceses, en especial de Fragonard, el pintor de los últimos años del Ancient Regime. Pocos como él son capaces de dar esa imagen de mundo idílico en que vivía en la total ignorancia de la tormenta que se avecinaba. Entre muchos paisajes donde los nobles practican sus juegos inocentes, destaca la potente imagen de Young Girl Reading, la famosa y bellísima joven lectora que parece totalmente cautivada por su libro, que toma con extremada delicadeza entre sus dedos. Pocas veces se ha podido retratar con tanta vivacidad el acto de leer, y quizás esto tenga que ver con la aparición de la novela como género. Con esa intensidad solo se leen novelas y a una cierta edad.


Pasamos por los algo áridos neoclásicos franceses, David y Le Brun y la siguiente sala (57) nos recibe con lo mejor de la pintura inglesa, las impetuosas marinas de Turner y los tranquilos paisajes de John Constable. Del primero hay algunos notables, sobre todo de la última época, donde Turner parece siempre más lanzado a una salvaje experimentación del color, y también un viejo conocido: Mortlake Terrace, en una perspectiva invertida del de la Frick Collection.



También de Constable tenemos otro mellizo de la Frick, en este caso otra versión de las tres que hay de la Salisbury Cathedral, la más despejada y joven de todas. Además, imposible no detenerse en el apacible  Wivenhoe Park, de 1816, modelo exquisito de pintura paisajística de todos los tiempos.


Atravesamos a ritmo sostenido las muchas salas dedicadas a la pintura americana del siglo XIX, para llegar al tramo final (80-93) del West Building, dedicado a los franceses de la misma época. Allí están todos, desde Delacroix a Cezanné, pasando por toda la gama de los impresionistas. Como todo el resto del museo, este final se encuentra muy bien provisto de obras. Cada sala se centra mayormente en uno o dos  artistas y solamente me referiré a las tres obras que llamaron más mi atención.


En primer lugar (85), Madame Monet and Her Son, que me sorprendió mas que nada por su arriesgado encuadre, dominado en el tercio inferior por una fantástica vegetación que se equilibra con un cielo de un celeste magnífico. En el medio del cuadro se alzan las dos figuras que quedan envueltas por la atmósfera que parece agitada por una brisa súbita, cuyas sombras avanzan hacia el observador y parecen alejarlas en un mundo de ensueño. Monet logra una perfecta reducción entre sus figuras y su entorno de manera que los límites de ambas parecen desdibujarse, aunque cada parte mantiene su precisa identidad. Es una obra de la que emana una particular intimidad, que parece ser el fruto del afecto familiar que adquiere espesor si pensamos que fue pintado en 1875, año en que Camille Monet cayó enferma. La obra parece capturar el instante de una luminosa felicidad que comienza a ensombrecerse.


El segundo cuadro (80) al que quisiera referirme es Family of Saltimbanques, de Picasso, la obra central del período rosa. Pintado en 1905, al año siguiente de haberse establecido en Paris, el cuadro refleja una profunda sensación de desolación. Las figuras del circo, ya de por sí melancólicas, permanecen desconectadas entre sí, sin que sus miradas se crucen. Tampoco es posible determinar qué es lo que están haciendo, ya que más bien parecen estar esperando algún suceso, que el paisaje desértico vuelve improbable. Esta sensación es reforzada por la gran dimensión de la tela y por su formato cuadrado, que no determina ninguna dirección dominante. La obra expresa una sensación de “errancia” y de falta de una pertenencia que es propia de la vida del circo, pero que también es metáfora de toda condición humana.


El último en el que nos detuvimos (90) es el entrañable The Artist’s Father, Reading “The Evenément”, de Cézanne. Un cuadro que yo conocía bien, pero del que nunca sospeché su gran tamaño, que cambió totalmente la idea que me había hecho de él. La imagen del padre resulta poderosísima, sólidamente sentado en su también sólido sillón. Sostiene con firmeza el diario que lee con aire severo y concentrado, como si no le gustara mucho lo que allí encuentra. Toda una serie de interpretaciones psicológicas se desprenden de su persona: hombre de fortuna, pero de maneras que se intuyen algo rústicas, vestido con ropas más propias de un campesino que de un burgués. Su actitud distante expresa su oposición a la carrera artística del joven Paul, cuya insistencia se reafirma en la imagen del pequeño lienzo colocado detrás del sillón, pintado por el propio Cezanne poco antes.


Terminado el recorrido del primer piso, bajamos a las salas de la planta baja, donde está la colección de bronces, muchos de ellos pequeño estudios de Degas. De este, en el centro de la galería 3, está la famosa Little Dancer Aged Fourteen, el original de la pequeña escultura, realizada en cera. La fama de esta obra tiene un doble origen, el primero basado en lo que ella representó como denuncia social y lo segundo por la técnica utilizada. Este último aspecto tiene un gran interés, ya que la materialidad de la obra, realizada en cera, con el agregado de elementos “reales” exentos de nobleza, anticipa la estética de la escultura pop.



Hay en la misma sala  una gran cantidad de otras esculturas de formato pequeño, también de Degas y otros autores contemporáneos franceses. 


Pero solo les dedicamos un rápido vistazo, para dirigirnos hacia el East Building, ya que el tiempo comenzaba a acabarse.



El pasaje subterráneo que une ambos edificios es todo menos monótono. Empieza con el amplio y nutrido “Art Shop” del museo y sigue con el tajo que comunica con la plaza superior a través de la espectacular fuente que se vuelca sobre el vidrio.



Y culmina con la cinta transportadora transformada en obra de arte por el cambiante cielorraso lumínico. 




Es una obra de Leo Villareal, denominada Multiverse.



El animado recorrido nos coloca en el piso inferior del extraordinario edificio, diseñado por I. M. Pei e inaugurado en 1978.



Basado en el triángulo, que insiste en toda su arquitectura, el edificio desarrolla una compleja geometría que libera el enorme espacio central de gran riqueza formal.



La complejidad del planteo, sin embargo, se diluye con la contundencia de los volúmenes que se ensamblan con una sorprendente sencillez.



Este efecto se refuerza en la materialidad, ya que todo el edificio se resuelve con un material preponderante, un espléndido mármol de Tennessee. El resultado es típico de este gran arquitecto, que una vez más demuestra su consumada maestría para hacer fácil lo que es en apariencia intrincado. 



El mencionado espacio central, además de su vivacidad que nos deja perplejos, contiene el gran mobile Untitled de Calder que lo atraviesa, agregándole aún más interés al que ya tiene.



Debajo del mismo y en perfecto contrapunto con esta grácil estructura, se encuentra la escultura Two Poles del sólido minimalista Richard Serra, construida en rústicas planchas de acero.



Después de quedarnos un poco observando el lugar, nos fuimos a las salas dedicadas a la pintura moderna americana en el mismo piso. Como sucede en el resto del museo, la colección es acotada pero impecable. Hay excelentes obras de los más grande exponentes del expresionismo abstracto, y algunas llamaron más mi atención, a las que me referiré a continuación. Empezando por un extraño y tardío Franz Kline, C & O, de 1958, cuyo colorido destaca, ya que el autor guardó una fidelidad casi ejemplar al blanco y negro.



También hay tres obras de Rothko bastante tardías y de tamaño modesto, ubicadas juntas para ser vistas y reflexionar sobre su particular estado de ánimo, apagado ya por esos años que precedieron a su trágico final.



1951-N, obra casi monocromática de Clyfford Still, en un intenso rojo también nos resulta muy atractiva, lo mismo que el musical Piano mécanique de Joan Mitchell, el toque femenino de la escuela de New York.



Pero si tuviera que quedarme con algo en mi recuerdo, elegiría los dos cuadros de la serie Ocean Park de Richard Diebenkorn, que junto con Motherwell conforman la versión californiana de la escuela y es sin duda uno de mis pintores predilectos. Su obra es un equilibrio perfecto entre abstracción y figuración, y resulta  al mismo tiempo muy expresiva, aunque controlada por la geometría. Diebenkorn consigue transitar por una vía ambigua, pero sin que por eso su pintura pierda fuerza.


Al final de esta nutrida muestra, el museo guarda una sorpresa, como es la sala dedicada exclusivamente a Calder. En un espacio con forma de ábside, enteramente blanco, cuelgan una importante cantidad de obras de distinto tamaño que parecen flotar y que reflejan su sombra en las paredes curvas. La atmósfera que se respira es una mezcla entre lo religioso, que aporta la forma del ambiente, mezclado con una profunda alegría infantil, que proviene de las frágiles figuras. Sentimientos que por otro lado lejos de contradecirse se potencian.



La habilidad de este artista fabuloso se aprecia quizás mejor en estas pequeñas obras que en las grandes esculturas. O mejor dicho, son estas las que de alguna manera ayudan a comprender el espíritu que habita las otras. Si un artista es el creador de un mundo personal, no hay duda de que Calder lo es en grado sumo. Por señalar solo una obra me quedo con la más sencilla de todas: Rearing Stallion, un brioso caballo hecho solamente con un alambre retorcido, una síntesis perfecta entre escultura y dibujo.


No es que los pisos superiores no guardaran obras de sumo interés, entre ellas varios Picasso, Mondriaan, Dalí, Miró, Leger, hasta un Torres García, para terminar con un gran Lichtenstein por nombrar solo algunos.



También hay esculturas de importancia como el inquietante Capricorn de Max Ernst, una especie de extraño retrato de familia, pero ya el tiempo a disposición era poco.



Tuvimos que pasar sin demasiada posibilidad de detenernos por los distintos pisos porque, como en las novelas de caballería, la torre nos reservaba un último e inesperado regalo: el Via Crucis de Barnett Newman.

Los viajes siempre guardan algún suceso inesperado, algunos negativos como las fuentes secas con que nos recibió Washington y otros, felices como esta muestra con la que coincidimos sin tener la menor conciencia de ella, ni siquiera de la obra que se exponía. Esta, The Stations of the Cross, consiste en la representación de las catorce estaciones, pero realizadas a la manera de Newman, es decir totalmente abstractas. No es este el lugar para hacer un análisis de esta compleja obra, ni de sus implicancias psicológicas y teológicas, solo puedo decir que quedamos impactados. Solo mencionaré que su clave interpretativa la da el propio Newman, en una entrevista filmada que se mostraba en la exposición. En ella explica que, para él, el Vía Crucis no es una sucesión de momentos, como comúnmente se representa. El Vía Crucis de Newman se concentra en un solo instante, cuando Jesús exclama, “Eli lamá sabactani”, porque ese es el verdadero drama, que incluye a todo el resto. Las catorce telas así vistas adquieren todo otro sentido, ya que parecen en su repetición la modulación de ese grito que esencialmente “es” el Vía Crucis.


Como nos ocurre habitualmente, fuimos invitados a retirarnos del museo, y nos quedamos un rato descansando en la plaza, desde donde pudimos observar ahora desde afuera la impecable arquitectura de Pei.



La plaza cuenta con una amplia fuente, también triangular, la misma que se derrama sobre el pasadizo del subsuelo.



El acceso al museo está custodiado por un gran bronce de Henry Moore, Knife Edge Mirror Two Piece, que con sus formas sinuosas se contrapone eficazmente a los agudos ángulos del edificio. 


Terminada la pausa, emprendimos el retorno por caminos separados, tratando de aprovechar las últimas horas de la tarde. Lo primero fue ir a ver más de cerca el U. S. Capitol, del que siempre habíamos tenido una imagen lejana. Por suerte en este caso la fuente que precede el jardín donde se emplaza el edificio estaba funcionando, lo cual ayuda a suavizar su aspecto de un clasicismo poco creíble. A este colabora la blancura impecable del mármol, que hace imposible no asociarlo a la repostería. La construcción tuvo varias fases e involucró a cuatro arquitectos y distintas administraciones. Culminó con la nueva cúpula de estructura metálica, previa destrucción de la anterior, que consiguió poner en escala las restantes partes del edificio. Este es el símbolo de la nación y el punto focal de la ciudad, mostrando una voluntad parlamentaria que la propia tradición presidencialista americana le niega en los hechos.

Ya de regreso, me detuve en la singular estructura del National Museum of the American Indian, el último de los museos agregados al Mall, en 2004. En su realización participaron numerosos arquitectos, algunos de ellos pertenecientes a los pueblos originarios de Norteamérica, que aportaron su particular visión al proyecto. El resultado es un edificio sin duda impactante que plantea un problema complejo: la capacidad de la arquitectura de imitar literalmente a la naturaleza. Su aspecto, que simula una roca gigantesca, está logrado pero no deja de plantear dudas sobre la elección de fondo de este camino naturalista que le da una lectura cercana al parque de diversiones. Cerca del cierre, entro solamente para ver el amplísimo espacio central de forma circular coronado con una gran cúpula escalonada. El interior, dominado por un blanco ascético, está más cerca de un edificio de Meier que de la emulación rocosa del exterior. Al retirarme, pienso que sin duda prefiero las filosas geometrías de Pei.

Seguí en dirección Oeste por Independence Av., que corre paralela al Mall por el lado Sur. Después del museo dedicado a los indios americanos, aparece la larguísima estructura, de más de trescientos metros, del National Air and Space Museum. Ya por la hora me fue imposible siquiera dar un vistazo a su interior, así que me tuve que contentar con observar esta contundente propuesta que diseñó Gyo Obata, para Hok, en el año 1973. Cuatro bloques ciegos de impecable travertino se suceden unidos por amplios volúmenes de vidrio color bronce. La propuesta, que tiene algo de la dureza de aquellos años, se ve animada, del lado del Mall, por la presencia de Ad Astra, la escultura de Richard Lippold, artista especialista en este tipo de evocaciones tecnológicas del vuelo.

Ya con las últimas luces, me decidí al cruce del Mall, para ver al menos desde afuera el última de los grandes museos que me quedaban por visitar, al menos desde afuera. Se trata de otra enorme estructura longitudinal que contiene el National Museum of American History. Este edificio, realizado en 1964, tiene un curioso estilo que recrea proporciones clásicas, aunque sin abandonar un lenguaje estrictamente moderno. Los proyectistas fueron los muy clásicos McKim, Mead & White, y fue remodelado a gran escala por SOM en 2008. Luego de tratar infructuosamente de espiar algo del interior, me volví al hotel para tomar un descanso antes de emprender la programada salida nocturna.

Luego de un reparador baño salimos con destino a Georgetown, el animado barrio donde la ciudad parece otra. Caminamos por la 22th St. hasta la redonda Washington Square, decorada en el centro con la estatua ecuestre del susodicho. Desde allí tomamos, en sentido opuesto al de la mañana,  la diagonal Pennsylvania NW y atravesamos el puente que pasa sobre el lineal Rock Creek Park. A poco andar desembocamos en la M St., verdadera arteria comercial, que por ser sábado a la noche se encontraba en plena actividad. Aquí parece que la capital repentinamente pierde su aspecto adusto para convertirse en una alegre ciudad de provincia. Nada recuerda la escala monumental que es reemplazada por coloridas construcciones de planta baja y un piso alto. Casi se dificulta caminar por la cantidad de gente, en su mayoría jóvenes, de las universidades de Gerogetown y Washington que rodean la zona.

A solo cien metros de la avenida, la presencia del tranquilo O & C Canal hace descender el ritmo frenético de la cercana avenida que corre paralela. Este antiguo canal, que corre por casi 300 km, fue construido a partir de 1828 y fue una importante ruta navegable.  Entre este y la avenida encontramos un restaurant sobre la 31th St., Paper Moon, donde pusimos final a una jornada tan rica como agotadora.










2 comentarios:

Mari Pops dijo...

Opi! que paliza! Soy asidua visitante de museos pero desde hace años selecciono antes de entrar qué ver y si no me desmayo sigo libremente hasta donde pueda.
La National es sin duda, y como vos decis, uno de los mejores museos del mundo. Uno chiquito pero q me gusta muchisimo es el Guggenheim de Venecia

y que lindo terminar por Georgetown

Mari Pops dijo...

Fui a imagenes a ver el Via Crucic de Newman y coincido Opi!